Un grupo de alumnos grita consignas a favor del Gobierno. (ARCHIVO)
Un grupo de alumnos grita consignas a favor del Gobierno. (ARCHIVO)

Por Iván García

ESPECIAL DIARIO LAS AMÉRICAS

Un grupo de alumnos grita consignas a favor del Gobierno. (ARCHIVO)
Un grupo de alumnos grita consignas a favor del Gobierno. (ARCHIVO)

el 09-01-2013.-LA HABANA.- Nunca se nos consultó nada. Debíamos acatar las “orientaciones del líder” sin cuestionarlas. El compromiso no era con nuestras familias o deseos propios, debía ser con Fidel.
Marchábamos coreando consignas a los surcos para sembrar tabaco. “Solo los cristales se rajan, los hombres mueren de pie”, nos decían. En los matutinos escolares a una sola voz gritábamos “Pioneros por el comunismo, seremos como el Che”.
En nombre de un “elevado ideal” reclutaron a miles de jóvenes para ir pelear a una guerra civil en África. Éramos la semilla del futuro hombre nuevo. Crecimos entre discursos maratónicos y una tupida maraña de propaganda oficial que pensaba por nosotros. Fidel Castro, revolución y patria eran sinónimo de Cuba. 

Nuestras vidas pertenecían al “comandante en jefe”.

Vivíamos tiempos oscuros. Disentir públicamente era un delito. En estos 54 años, los cubanos forjaron una capacidad histriónica y una mojigatería superlativas.

Aunque la revolución verde olivo anda en plan de retirada y descaradamente los mandarines apuestan por una versión excéntrica del capitalismo de Estado, aún estamos pagando el síndrome de grandeza y delirio del “máximo líder”.

Somos víctimas. Todos los cubanos. Unos de forma consciente, otros sin darse cuenta. Cuba es una nación rota, una isla que naufraga. No es sólo un asunto de escasez material, falta de futuro o una economía a la deriva.

Es más que eso. Es un problema de valores, de falta de ética, moral y civismo.

En Cuba es normal robar en el puesto de trabajo, aparentar otros principios o aplaudir a los tramposos ideológicos. La autoestima de los cubanos no vive su mejor momento. Hay familias divididas, amigos que ya no están, hijos que crecen como zombis, rodeados de groserías y sin futuro.

Hace un par de semanas encontré entre libros y viejos papeles una foto en blanco y negro de 11 amigos de mi adolescencia. Estábamos sentados al pie de un busto de José Martí, a la entrada del otrora Instituto de la Víbora. Nos agrupamos alegres ante el lente de una rústica cámara soviética.

Treinta años después, de aquellos 11 amigos solo quedamos dos en La Habana. Frómeta, un “jabao” de casi dos metros que jugaba baloncesto como Karen Abdul Jabbar, y que a sus 48 años es un visitante habitual de las cárceles por cometer delitos menores y un alcohólico incurable que no quiere, o no puede, darle un giro a su vida. Y yo, que en 1995 decidí aprender a escribir como periodista independiente.

El resto anda desperdigado por medio mundo: Miami, Madrid y sitios tan lejanos y exóticos como Canberra, en Australia o un kibutz en Israel. Pertenecemos a la generación de la estampida.

Huir del manicomio ideológico de Fidel Castro sigue siendo una de las metas de la mayoría de los jóvenes. La nueva generación se resiste a cambiar el destino de su país desde adentro.

Es lógico. El miedo toca primero a la puerta. Y quienes desean una sociedad plural, moderna y democrática prefieren irse, buscarla lejos.

Los hermanos de Birán no se pueden quejar. Hemos sido una generación obediente. Demasiado quizás.

Cuba: La educación de generaciones obedientes

SHARE