Opinión
sábado 05 de mayo, 2012
Historia de Maritza (justicia roja)

Una abogada trabajadora, con metas y proyectos, y una vida sin tacha, se convirtió en “delincuente”

Al paisano Franz Kafka, también procesado

Nací en Guanare y tengo 34 años. Somos 6 hijos de Leopoldina y José Martiliano. Simona, mi abuela paterna, de 86, vive con una fractura de fémur porque no hay dinero para operarla. Durante toda mi vida, papá trabajó incansablemente en una empresa de Caracas desde los lunes, y regresaba los sábados a Guanare con la familia.

Ese titánico esfuerzo mantenía mujer e hijos, madre y hermanos pequeños. El fin de semana, se dedicaba a construir con sus manos una casita para nosotros. Sin ventanas ni piso, y paredes sin frisar, la ocupamos orgullosos; la había hecho él. La familia se alineó con el candidato Hugo Chávez “que traería justicia”.

Cuando llegó el momento, me inscribió en la Universidad Católica Andrés Bello. Asumió ese nuevo sacrificio para que tuviera la mejor formación, y pagaba las mensualidades con adelantos de sus prestaciones. Le agradezco en el alma a la Universidad una beca en reconocimiento de mis notas. Mamá enviaba bolsas de comida, y de José, hermano menor y latonero, recibía ayuda económica. Así me gradué.

No hubo fiesta de grado, porque no había plata. Solo jugos en una panadería. Conseguí trabajo como abogada novata en el Escritorio Previlex desde 2000 y llegué a ser en 2008 segunda a bordo, coordinadora de juicios.

Un día de 2006 acudió a la empresa el ciudadano mexicano Sergio Blanchet que fundaba una constructora, Blancoveca. El bufete me asignó para hacer los trámites ante el Registro Mercantil y redactar los estatutos y las actas de varias asambleas de accionistas.

En 2005 me inscribí en la Escuela Nacional de la Magistratura que ofrecía cursos de un año para ingresar en la carrera judicial. Quedé seleccionada entre 3.000 competidores. Asistí a clases después del trabajo en un férreo horario de 5:00 a 9:00 pm. Nos engañaron. El curso no duró 1 año como prometían sino 4, trabajando como asesora jurídica ad honorem en la plaza Candelaria.

La Escuela nos volvió a burlar y no entramos en la carrera judicial. Renuncié al escritorio con la idea de constituir con la liquidación un negocio de ropa femenina, porque el sueldo apenas me daba para el alquiler del apartamento. Pero fue peor: quebramos y perdí mis ahorros.

En enero de 2011 al pagar compras en un automercado, no pasó mi tarjeta de débito. Hice un cheque e igual lo negaron. Llamé al banco, asustada de que hubieran clonado la tarjeta, despojándome de todos los ahorros. Pero el dinero estaba ahí. Al día siguiente me informaron en el banco que la cuenta estaba bloqueada por la Superintendencia de Bancos. La cara de horror de la gerente me alertaba sobre algo grave.

Cuando me enteré en Sudeban de lo que ocurría, me desplomé sobre una silla. Un tribunal penal ¡del estado Carabobo! bloqueó mi cuenta por supuestos delitos de estafa calificada, apropiación indebida, usura y asociación para delinquir, entre otras personas que no conocía, salvo Blanchet. No se cuánto tiempo estuve en estado de shock viendo fíjamente el oficio.

El “delito” era haber firmado como abogado el registro mercantil y las actas de Blancoveca. Sentí como si una montaña me cayera encima o me arrastrara un tsunami. Sin investigación, ni procedimiento previo, ni derecho a la defensa, ni pruebas, solo reos para exhibir. Una abogada trabajadora, con metas y proyectos, y una vida sin tacha, se convirtió en “delincuente”.

Medidas espúreas, tomadas a mis espaldas. En Aló Presidente, Chávez ordenó “meter presos” los 25 “empresarios estafadores”, entre ellos yo, y el fiscal de Carabobo reconoció que se trataba de un error, pero que era “una orden del Gobierno, un asunto político”.

La Fiscalía General montó un teatro sin importar las vidas de personas inocentes que desgraciaba. Logré hablar por teléfono con un funcionario del Cicpc. Dijo que había visto el expediente y no había nada en mi contra, pero que “era una decisión revolucionaria” y él obedecía. Como en cualquier abyecta dictadura chilena, cubana o argentina detuvieron arbitrariamente a mi padre para chantajearme y que me entregara.

En “la clandestinidad”, perseguida, escondida, disfrazada, desesperada, desacreditada, abandonada del mundo y de la justicia. Mi pareja, un abogado, me dejó despavorido. “Amigos” me tiraron la puerta en las narices -otros me dieron cálida solidaridad- y mi vida profesional quedó manchada. ¿Quién me devuelve mi vida?

La más amarga paradoja. Soy una estafadora inmobiliaria y no tengo vivienda, y la de mis padres la acaban de declarar “inhabitable” por fallas de construcción.

@carlosraulher