A Luis Ojeda Fajardo lo confundieron con un ladrón, lo subieron a una patrulla de la policía de Anzoátegui y de allí bajó muerto. 5 años lleva su madre esperando justicia

GIULIANA CHIAPPE

 

EL UNIVERSAL

 

Graciela Fajardo mira las fotografías una y otra vez. Las ha visto millares de veces en cinco años. Debe ser muy duro poder ver los tristes y últimos momentos de su hijo, escoltado por policías que para ella son asesinos. El colofón es igual de cruel: la última foto de esa secuencia mortal es la del cadáver de Luis Gregorio, desfigurado a punta de golpes.Quiso el destino que en la antesala de su muerte recibiera esos quince minutos de fama que le resultaron tan trágicos. Que la sede de la Universidad de Oriente, en Barcelona, se convirtiera en el tribunal de su juicio sumario. Y que el patíbulo fuera un descampado cualquiera.

 

Las evidencias indican que a Luis Gregorio Ojeda Fajardo, de 32 años, transportista de maquinaria pesada y mecánico y sin ningún tipo de antecedentes policiales, aparentemente lo confundieron con un delincuente, lo golpearon, lo sacaron esposado, caminando y entero de la UDO y lo montaron a la patrulla 124 de la Policía de Anzoátegui. De todo eso existen fotografías. Poco menos de dos horas después, se moría en el piso del Hospital Razetti de Barcelona, con dos tiros, el rostro hinchado por los golpes, una quemadura sobre el labio y el hueso de la frente hundido. De legado dejó una viuda, tres huérfanos de 12, 11 y un año y un largo trajinar por despachos gubernamentales y tribunales que su madre de 61 años, Graciela Fajardo, ha asumido con una fuerza que sólo parece revelarse en su mirada cuando sentencia: “Mi hijo tiene cinco años de muerto. Murió el 20 de abril de 2001, asesinado por funcionarios de Anzoátegui, de la Policía de Anzoátegui”.

 

Pagando por otro

 

Fue fatal para Luis Gregorio Ojeda esa sentencia de estar en el momento equivocado, en el lugar equivocado. Mientras esperaba al conductor de un autobús de la línea de transporte público de la UDO, se recostó de un Malibú blanco que se encontraba aparcado cerca de la entrada de la universidad. Esa pequeña decisión, seguramente tomada sin darse cuenta, fue su gran error.

 

“El trabajaba como mecánico. Cuando no tenía contratos para manejar maquinaria pesada, arreglaba carros cerca de la casa, en Barcelona. Nosotros vivimos en Boyacá. El vivía en una casa alquilada, cerca de la mía, con su esposa y sus hijos. Todo el tiempo teníamos contacto, todos los días nos veíamos”, dice Graciela quien ha reconstruido los pasos de su hijo ese 20 de abril.

 

Esa mañana, Luis Gregorio salió temprano a buscar un repuesto para un autobús que pertenecía a uno de los conductores de la línea de transporte público que pasa por la UDO. “Pero no lo consiguió y, digo yo, se fue a la UDO a esperar al señor, y en eso estaba cuando comenzó el tiroteo”.

 

La balacera de la que habla Graciela fue tan repentina como extraña, y desencadenó el resto de los sucesos. Adentro de un taxi en marcha se produjo un forcejeo entre el conductor y un sujeto que intentaba atracarlo. El taxista logró escapar por una puerta, totalmente ileso, mientras el ladrón huía por la otra.

 

De ese momento hay una foto. Y de buena parte de la historia porque ese día los medios de comunicación regionales estaban presentes dándole cobertura al arribo del nuevo decano, Francisco Carvajal.

 

En medio del griterío, otro taxista, afiliado a la línea de la UDO, aceleró el carro contra el delincuente para evitar que escapara. El fugitivo volteó, le disparó, lo hirió (después murió) y provocó que, al perder el control del carro, destrozara tres vehículos más que se encontraban estacionados. Siguió corriendo y se subió al Malibú que, minutos antes, había servido de respaldar improvisado a Luis Gregorio. De la herida y el posterior auxilio al taxista, Graciela también tiene gráficas.

 

“Cuando ese alboroto se presentó, todo el mundo corrió hacia la universidad porque el hombre estaba disparando. Pero no sólo lo hacía él. Yo tengo fotos de algunos vigilantes de la UDO con la escopeta arriba. Allí resultó herido otro señor, de un balazo en la pierna. Mi hijo corrió con ese poco de gente hacia la UDO y entró. Todo el mundo entró. Allí lo agarraron los estudiantes porque, como estaba recostado de ese carro, lo acusaron de ser compinche del delincuente”.

 

Dice que lo golpearon varias veces. Primero los estudiantes. Después, funcionarios de seguridad de la universidad le rompieron la parte posterior del cráneo al pegarle con un radio transistor. Eso lo manchó de sangre. Lo dejaron en el piso, esposado. Cuenta su madre que las palizas siguieron cuando apareció la policía.

 

“Entraron dos agentes policiales y le dijeron a los muchachos que le pegaran más. Allí no lo mataron a golpes porque un señor, que llegó y vio eso, dijo que no siguieran porque él era fiscal y eso estaba prohibido. Era mentirita pero bueno, lo hizo para salvarlo. Ese señor le contó eso a la fiscal pero no quiso declararlo en ninguna parte. Como ahora no se obliga a nadie, se negó a declarar porque no se iba a meter en problemas. Eso es lo que me dicen todos cuando los busco para que testifiquen”. Aún así, pese a la golpiza comunitaria, Luis Gregorio no salió con el rostro desfigurado de la UDO. Sólo mostraba las manchas de la sangre que le manaba del cráneo debido al golpe con el radio transistor.

 

90 minutos

 

“Yo le he dicho a la fiscal que lo único que sé es lo que me han contado los estudiantes y los que estuvieron allí, porque he ido cantidad de veces a la UDO, con las fotos, y así, poco a poco, conseguí que uno, y otro, y otro, me dijeran lo que pasó ese día. Pero sólo conseguí que dos muchachos, nada más, fueran a declarar a la Asamblea Legislativa que, con las fotos que yo llevé, hizo una interpelación a los funcionarios, a los diez. Y allí también hablaron los dos estudiantes y el trabajador herido. Y echaron este cuento que yo estoy contando”, dice Graciela.

 

Los policías sacaron a Luis Gregorio de la UDO y lo subieron a la patrulla con la camisa abierta y el pecho aún sin quiebres. Más fotos. En la siguiente imagen que tiene Graciela de su hijo ya está muerto.

 

“Lo de la UDO pasó como a eso de las diez y media de la mañana para once. Y mi hijo tiene entrada a la emergencia del hospital a las doce y media. Llegó con dos tiros y muriéndose. Uno en el costado donde tiene un tatuaje y otro en el pecho. Tengo entendido que la doctora de la emergencia hasta lo atendió en el piso porque se dio cuenta que no tenía signos vitales. El hospital Razetti queda a cinco minutos de la universidad. En un carro, uno va a 50 kilómetros y llega en cinco minutos. Y ellos llegaron hora y media después”, saca cuentas y revuelve recuerdos.

 

Al cadáver le hicieron la autopsia de rigor, pero ninguna otra prueba. Ante las acusaciones realizadas por la policía, que calificó el caso como un enfrentamiento y a Ojeda Fajardo como delincuente, los familiares solicitaron la prueba de pólvora en las manos y la de luminol para la patrulla. La respuesta fue negativa: “El luminol no se aplicó a la patrulla porque la mandaron al taller para ponerle otra plataforma, porque estaba mala. Y la prueba de la pólvora no se la quiso hacer el funcionario de la Policía Judicial porque dijo que a los malandros no se le hacían pruebas. Por eso tuvo un encontronazo con mi otro hijo”.

 

En la autopsia se encontró una bala dentro del cuerpo. Dice Graciela que “pertenecía al revólver de uno de los policías motorizados que se quedaron afuera: Jorge Luis Mendoza. Su compañero era Pedro José Salcedo, quien ya murió. Eran funcionarios de muy bajo rango a los que después ascendieron. Yo lo sé porque les he seguido la trayectoria”.

 

Graciela recita, de memoria, nombres y números. Antes de pronunciarlos hace una muy breve pausa.

 

“Los funcionarios que sacaron a mi hijo de la universidad son Jesús Federico Ramírez y José Estacio Vásquez. A estos dos señores, la fiscal no los dio como imputados cuando hizo el acto conclusivo, no sé por qué. En la unidad 124, en la que subió mi hijo, también iban el comisario Euclides Fuentes Salazar, jefe de la comisión policial y un señor que, en esa época, era subinspector llamado Max Ramiro Morales. A esos dos se les ve montados en la patrulla en otra foto. También iban los funcionarios Melchor Aguilar, Rodolfo Matarán, Pedro Marcano, que conducía y el comisario Edgar Delgado. A Delgado la fiscal tampoco lo imputó. Quien trabajó mi caso fue la auxiliar de la Fiscalía segunda, Liliana Aumaitre. La titular era María Celeste Moncada”.

 

La noticia fatal impactó, primero, en su esposa. Junto con Graciela llegó al hospital aproximadamente a la una y media de la tarde: “A mi hijo me lo entregaron de una forma horrible. Tenía una quemada en la parte superior de la boca como de punta de revólver caliente, un golpe aquí (se señala el ceño) que si lo tocabas se hundía, la cara destrozada por los golpes, las manos bastante apretadas por las esposas y los dos disparos…”.

 

La indignación siguió a la tristeza. Los diarios reflejaron lo que, al decir de Graciela, es la versión policial y tildaron a Luis Gregorio de delincuente. Pero publicaron las fotos. Y luego escucharon y publicaron el relato de Graciela.

 

Las consiguió gracias a un vecino que se percató que las fotografías que aparecían en todos los periódicos, sin secuencia, eran las de Luis Gregorio, vivo; habló con el periodista y acompañó a Graciela a recogerlas. Posteriormente, obtuvo el video que transmitieron las televisoras sobre el caso. Graciela asegura que esos elementos, que ella considera pruebas gráficas, los consignó ante la Fiscalía. También conserva los duplicados.

 

Peregrinar de luto

 

Por las fotos y los videos, llegó a pensar que “la justicia” llegaría en pocos meses. Pero ya pasaron cinco años y el caso se encuentra, aún, en fase de apelación.

 

“Y qué no he hecho yo. He andado por todas partes. Armé 26 carpetas con estas fotos, y las he enviado y llevado a todas partes. Espera y espera. Nosotros (ella y su nuera) pasábamos todo el día paradas con la carpetica en la mano esperando que alguien se dignara a vernos, a ayudarnos. Ahora no camino tanto porque la gente de Cofavic (ONG para la defensa y protección de los derechos humanos) nos ayuda mucho, nos dice qué hacer, cómo hacer”.

 

Los pasos legales son muy lentos. Lograr que la Fiscalía redactara el acto conclusivo demoró dos años. Se hizo el 23 de mayo de 2003. “En ese documento dejaron a tres funcionarios por fuera”, dice Graciela. La audiencia preliminar se logró el 15 de junio de 2004, después de ocho intentos diferidos. “En esa audiencia, la jueza Alexa Damargo pidió medida cautelar privativa de libertad contra los funcionarios, pero el 27 de agosto de ese año, la Corte de Apelaciones anuló el juicio y los puso en libertad”.

 

Según cuenta, fue por un tecnicismo. Adujeron que la jueza no se había pronunciado acerca de una solicitud de sobreseimiento realizada por el abogado defensor. Graciela refuta: “Ninguno de nosotros escuchó esa solicitud. Pero apareció en acta. A nosotros nos llamaron a firmar a las 11 de la noche y estábamos allí desde la una de la tarde. No leímos el acta y apareció”.

 

Siguió con su peregrinar porque, dice, “yo no he dejado de ir a ninguna parte ni de pedir ayuda porque necesito que se haga justicia. Cuando mataron a mi hijo comenzamos a seguir las noticias. Y descubrimos que aparecían muchos muertos y en la mayoría de los casos aparecían implicados los mismos funcionarios. De hecho, en tribunales, esas mismas personas están enfrentando dos procesos más”.

 

El nuevo juicio comenzó el 26 de octubre de 2004, tras dos diferimientos. Le entregaron el caso a un juez provisorio, Eleazar Saldivia. “Ese doctor desestimó todas las pruebas. Sólo dejó una imagen publicada por el diario La Prensa, del 21 de abril, donde aparece mi hijo con la camisa abierta y sin impacto de bala”. El inicio del juicio también fue diferido varias veces. Finalmente se produjo el 6 de julio de 2005, seguido de doce audiencias.

 

“Allí pasó de todo. Fue el señor al que le dieron el tiro en la pierna. Se llama Eugenio Durán Castro. En la sala, acusó a los funcionarios de perseguirlo, atropellarlo y amenazarlo para que fuera en contra de nosotros. Los testigos de la Policía fueron los funcionarios que no resultados implicados, que dijeron que se habían batido a tiros con mi hijo en la puerta, un estudiante y una muchacha que, según, era trabajadora de los taxistas, a la que le dieron temblores y calambres, y por eso no permitió que le hicieran todas las preguntas”, narra.

 

Se juntaron ambos bandos. La familia de Graciela no estaba sola. También se encontraban varios de los miembros del Comité de Víctimas de Anzoátegui que ha llegado a reunir a 300 familias. Se apoyan presencialmente en las audiencias judiciales. Y estaban los familiares de los policías.

 

“En una ocasión, los familiares de los funcionarios nos esperaron en la puerta del tribunal y nos agredieron. Ese día yo tuve un encontronazo con el comandante de la Policía en esa época, el coronel José Alberto Morales Morales, que estaba allí. Le dije que sus funcionarios ya habían matado a mi hijo, habían destrozado a mi familia, que si encima me iban a atropellar”, se indigna.

 

Morales Morales era comandante de la Policía de Anzoátegui durante la época del gobernador David De Lima. La mayoría de los casos que, por abuso de autoridad, acumula el Comité de Víctimas de Anzoátegui datan de esa época. Las cifras de muertes por enfrentamiento indican que la hostilidad policial ha disminuido parcialmente desde que asumió Tarek William Saab. Graciela lo confirma: “Este nuevo gobernador, al menos aparentemente, ha destituido policías y ha parado un poco las matanzas. Pero sólo un poco. Debe hacer más para ponerles un paro a estas cosas”.

 

Cómoda prisión

 

Finalmente llegó la sentencia. Jorge Luis Mendoza, el funcionario de cuyo revólver, presuntamente, salió la bala que se incrustó en el tórax de Luis Gregorio, quedó en libertad plena porque la jueza consideró que defendió su vida. Su compañero, Pedro Salcedo, fue sentenciado a dos años y medio por no haber guardado la cadena de custodia del arma y del sitio. A los otros cinco implicados los condenó por complicidad correspectiva, a siete años y medio de prisión.

 

La cárcel que les asignan es la de su propio comando.

 

“Esos dos funcionarios, Salcedo y Mendoza, mientras estuvieron detenidos en su comando hacían diligencias, dormían en sus casas y llegaban a la hora que querían. Un día, la fiscal fue hasta el sitio a las nueve de la mañana, constató que no estaban, levantó un acta y los pasaron a otro sitio. Pero cada vez que estos funcionarios cometían una infracción y los fiscales protestaban, la Corte de Apelaciones les otorgaba un beneficio”, acusa Graciela.

 

El juicio fue tan insatisfactorio para ambas partes, que solicitaron la nulidad del juicio en apelaciones. La parte acusadora alega que eso no implica la liberación de los funcionarios involucrados porque sobre ellos recaía una anterior medida privativa de libertad. Están libres.

 

“Yo no sé de leyes. Pero a través de esta tragedia que he vivido he aprendido muchas cosas. Para asombro mío he visto que nada funciona como debería. Yo tengo un (ejemplar del) Código Orgánico Procesal y me la paso leyendo todos sus artículos para saber lo que me toca y lo que no. Pero como que no funciona. Yo veo un retardo muy grande. Nadie ha pagado nada. Y el poco tiempo que estuvieron detenidos los policías fue en su comando”.

 

La nueva audiencia será a finales de este mes. Graciela estuvo en Caracas, solicitando la presencia de un fiscal nacional “porque quiero que vayan, vean y oigan”.

 

Sin miedo

 

Es lugar común escuchar que quienes han denunciado abuso policial, en cualquier estado del país, han sido amenazados por los mismos funcionarios acusados. En Anzoátegui se repite el guión. Sólo que Graciela parece que ha aprendido a vivir con esas malandrerías.

 

“A los policías no les tengo miedo. Ya les dije que cuando quieran, me busquen. Y a mi casa no se han atrevido a ir. Ellos me llaman, sí, cuando pasa algo en tribunales o se acerca una audiencia, me dicen algo y yo les cuelgo el teléfono. En eso pasamos dos o tres días. Ellos me llaman y yo les tranco. No me preocupa porque ya se los dije: yo no tengo miedo. Mi hijo era la mitad de mi vida y la perdí. Entonces ¿qué más puedo perder?”.

 

La dulzura se asoma sólo cuando habla de su nieta, que sólo tenía un año cuando su papá murió. Vive con ella, junto con sus hermanos y su mamá, la esposa de Luis Gregorio. Graciela cree que terminó de cumplir con su misión en la vida, la de criar a sus hijos, ya adultos. No parece darse cuenta de que, a sus 61 años, se encuentra enrumbada a toda velocidad en una misión que le llegó de la manera más dolorosa, con la impactante muerte de Luis Gregorio.

 

“A mi hijo, yo no lo voy a revivir. Qué más quisiera yo sino tenerlo. Pero no puede ser. Lo que quiero, al menos, es que otras familias no vivan con el dolor y la tragedia que nosotros hemos vivido”, explica. Escalando en estos sentimientos de solidaridad fundó, con otros familiares de víctimas a quienes se encontraba casi todos los días en los diferentes despachos de gobierno y justicia, el Comité de Víctimas de Anzoátegui, por sugerencia del defensor regional Noel Azócar y con orientación de Cofavic.

 

“Yo tengo mucha fe y sé que se hará justicia para dar ejemplo, para que los otros funcionarios no cometan esos excesos, para que no haya otras muertes innecesarias. Es verdad que hay muchos delincuentes pero la solución es que busquen planes y mecanismos para evitarlos. No puede ser que la Policía mate sin necesidad. Es el precedente que queremos sembrar. Que no maten impunemente. El dolor no es algo que uno se imagina. Son realidades, tragedias, penas, que está pasando la gente”.