Colombianos huyen desde Venezuela hacía Colombia a través del río Sardinata, en Puerto Santander, Colombia. (EFE)

Abril 15,2019.- “Traigo a mi país en el bolso y con qué orgullo”. Miguel Carrasco ha llegado a la frontera sin pesos ni bolívares en su bolsillo, pero asegura vehemente que en su bolsa de viaje esconde un tesoro. No es oro de las minas del salvaje oriente venezolano (en la frontera se paga cada gramo a 22 euros), tampoco los diamantes arrancados al embalse del Guri. El joven abre la cremallera y allí está, perfectamente doblada: la bandera venezolana de siete estrellas, anterior a la que impuso Hugo Chávez con ocho.

El joven de 27 años llegó el jueves hasta el límite fronterizo entre la colombiana Villa del Rosario y la venezolana San Antonio desde su rancho (favela) de Catia, al oeste de Caracas, una zona popular que otrora fue chavista. Del desamor al odio hay un camino muy corto. Allá, en su barrio, recobró la esperanza este año tras la irrupción de Juan Guaidó, líder opositor, y se lanzó a la calle para demostrarlo.

“Con mi bandera en la mano luché por la libertad. Salimos a protestar pero los colectivos (paramilitares chavistas) nos dispararon y los FAES (Fuerzas Especiales de la Policía) mataron a nuestros líderes. Los únicos que nos ayudaron fueron los militares de la Guardia Nacional, que nos prometieron que no nos iban a atacar”, rememora.

Ahora en Colombia lidera un grupo de cuatro jóvenes, unidos por el destino. Juntos atravesaron la frontera cerrada por las trochas del río (pasos clandestinos), la misma ruta que siguen miles de personas todos los días ante el bloqueo fronterizo impuesto por el gobierno bolivariano. Los cuatro forman parte de la nueva ola migratoria provocada por el colapso nacional, iniciado el 7 de marzo con el primer apagón, al que han seguido fallas constantes y el racionamiento eléctrico. El agua, las telecomunicaciones, la cadena alimenticia y el transporte multiplicaron su habitual ineficacia.

“No me quedaba otra solución que dejar mi lucha dentro para seguir luchando fuera. Si no se cuenta es imposible creer lo que pasa en mi país. He subido y bajado miles de escaleras con cubetas de muchos litros de agua. No funcionan los puntos de venta, no consigo dinero para comida, la búsqueda del agua. Espero que mi país cambie lo antes posible para que podemos regresar”, sentencia Carrasco.

La nueva ola ha extremado aún más la formidable diáspora venezolana, que este año alcanzará los 5,3 millones de huidos en una población de 30 millones, la mayor crisis humanitaria de la historia de América Latina. Así lo confirman los cálculos de Eduardo Stein, representante especial de Naciones Unidas, quien reconoce que la inestabilidad del país sudamericano influye en estos emigrantes.

“Zona de guerra”

“El impacto de los apagones es brutal, todos los que pasan por aquí nos lo describen. Antes venían huyendo por el desespero del hambre; ahora los dejan sin luz y sin agua. Es como estar en el medio de una zona de guerra”, confirma A. F., uno de los ángeles guardianes del refugio que la Fundación Venezolanos en Cúcuta tiene a pocos metros del puente internacional. Pese a que Venezuela queda al otro lado del río, el hombre prefiere ocultar su identidad.

Los obreros Miguel Hernández (25) y Edwin Flores (30), y el barbero Iván (24) han iniciado su camino hacia Quito (1.676 kilómetros), o a “donde sea”. “Los apagones son constantes, eso viene, eso se va. De broma tenemos una hora de electricidad y 23 de apagón. Y si no hay electricidad, no hay agua. Hay que buscarla en ríos y en lagunas. Somos seres humanos y no queremos estar sin lo primordial, agua y electricidad”, coinciden sumando un argumento tras otro.

Los tres jóvenes forman parte de un grupo de 10 caminantes, que se disponen a emprender la famosa subida al páramo de Berlín, que tantas imágenes dejó al mundo el año pasado. Son cientos y cientos. La carretera que une Cúcuta con Pamplona y Bucaramanga ha vuelto a llenarse de venezolanos, que recorren 200 kilómetros pese a los cero grados de las noches y las constantes subidas y bajadas. Los 10 proceden de Maracay, capital del estado central de Aragua.

No muy lejos de allí, Miguel y sus tres amigos acaban de comprar calcetines, gracias a un donativo, para emprender la misma caminata. Quien ya la ha recorrido y les puede describir su dureza es Daniela Arcaya. La epopeya de esta mujer de 48 años es descomunal. Rodó durante ocho días en su silla de ruedas, empujada por su hija Génesis. Daniela buscaba en Colombia una nueva operación para sanar la vértebra que se fracturó en Venezuela al romperse una silla de plástico sobre la que estaba sentada.

Pero la crueldad no conoce límites en la tierra del petróleo. “Mis niñas Pilar (16) y Luisa Ángeles (11) están enfermas allá en Tinaquillo (estado Cojedes). La mayor con lechina (rubeola) y la pequeña con epilepsia. No tienen agua ni luz, no funciona el teléfono y no pueden conseguir comida. Y sin medicinas. He decidido regresar a buscarlas, porque aquí me las van a cuidar en la Cruz Roja”, explica minutos antes de atravesar la frontera de regreso a su país, con 60.000 bolívares (entre 13 y 17 euros) en el bolsillo, recaudados durante la mañana entre personas de buen corazón. Y decida a recorrer, en su silla de ruedas, los 511 kilómetros que la separan de sus dos hijas.

https://www.lapatilla.com/2019/04/15/los-apagones-empujan-otro-exodo-venezolano/

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