Octubre 22,2018.-Él llegó a esta tranquila ciudad fronteriza en las profundidades de la Amazonía peruana porque ya no le quedaba dinero; ella porque ya no le quedaba esperanza. Otra familia vino a Iñapari, un pueblo de menos de 3,000 habitantes, porque dijeron que Dios los había enviado.

Más de 2.3 millones de venezolanos han huido de su patria en los últimos años y la mayoría ha terminado en las capitales de la región. Sin embargo, algunos están en pequeñas ciudades y aldeas de América del Sur, comunidades de las que nunca habían oído hablar, y que mucho menos pensaron visitar, hasta que el hambre y el caos político los expulsaron de sus hogares.

Una de esas comunidades impensables es Iñapari, una ciudad bañada por el sol, con caminos de tierra y un puñado de restaurantes y moteles de poca monta en el sureste de Perú, en la frontera entre Bolivia y Brasil. Está a unas 2,400 millas de Caracas por tierra, lejos del caos y la pobreza… y de todo lo demás.

Emilio Marcano, un reparador de refrigeradores de 49 años de edad, es uno en la docena de venezolanos que ahora consideran Iñapari su hogar. Huyó de Venezuela con su familia porque estaba cansado de la delincuencia desenfrenada y veía a sus vecinos pasar hambre. Vendió tres autos por un total de $1,600 y se fue con su esposa y dos hijos a la frontera sur de Venezuela y de ahí, a través de Brasil, a Lima, una ciudad que pensó que sería “el paraíso en la tierra”.

En cambio, terminó luchando por mantener un trabajo y a su familia. “Pasamos de una situación donde no había nada [en Venezuela] y hambre, a un lugar donde había de todo, pero seguíamos hambrientos”, dijo.

Cuando ya solo le quedaba un puñado de dólares, Marcano cuenta que Dios le habló en una visión y le dijo que “sus pies tenían que pisar fronteras”.

No sabía bien lo que eso significaba, pero sabía que tenía que recorrer con su familia el camino por donde llegaron si querían sobrevivir. En su viaje en autobús hacia Brasil, de regreso a Venezuela, la familia se detuvo en Iñapari. Ahí es donde su suerte cambió dramáticamente. Una mujer ofreció a la familia un lugar gratis para alojarse y otro lugareño pagó por anuncios de radio para que todos conocieran las habilidades de Marcano como reparador de refrigeradores.

Solo más tarde, cuando miró un mapa, se dio cuenta de que estaba parado literalmente en medio de tres fronteras: Perú, Brasil y Bolivia.

Marcano se sentó hace poco afuera de su pequeña casa anclada en un camino polvoriento, rodeado por una docena de congeladores y refrigeradores rotos que le habían traído desde los tres países. Dijo que iba a cancelar los anuncios de radio porque estaba abrumado por el trabajo, uno de los beneficios de ser el único reparador en 140 millas a la redonda.

“Este es un territorio virgen”, dijo sobre su nuevo hogar. “No hay nada aquí, así que necesitan de todo”.

Desde que Marcano llegó hace ocho meses, alrededor de una docena de venezolanos lo han seguido, y descubrieron que sus habilidades, superfluas en las grandes ciudades, tienen una gran demanda en Iñapari. Ahí está el barbero de la región noroeste de Delta de Amacuro, en Venezuela, que ahora tiene una fila de clientes de Brasil y Perú. O el técnico de electrónica de la ciudad portuaria de Puerto La Cruz, no muy lejos de Caracas, que recientemente reparó un panel solar que le trajo una comunidad indígena peruana.

El alcalde de Iñapari, Alfonso Bernardo Cardozo, dijo que su ciudad sobrevive con silvicultura sostenible y turistas que cruzan la frontera desde Brasil los fines de semana para disfrutar del pollo asado de Iñapari. Pero dijo que la comunidad lucha por mantener su actualidad.

“Una vez que nuestros jóvenes estudian una carrera profesional, nunca regresan”, dijo. “Somos una ciudad pequeña, pero hay mucho espacio para que la gente trabaje”.

Hace poco, tres venezolanos — un matrimonio y un amigo que habían conocido en el pueblo— estaban planeando su próxima aventura comercial. El trío, junto con el barbero venezolano, había alquilado un lugar por $78 al mes donde todos pueden trabajar. Lo imaginan como una tienda donde los lugareños puedan arreglar sus aparatos electrónicos, cortarse el cabello y comer algo.

Adner Guerra, el reparador de equipos electrónicos de 35 años de edad, dijo que no hubiese podido levantar su negocio de haberse quedado en una gran ciudad como Lima, o incluso en Puerto Maldonado, la capital provincial de Madre de Dios, que está a unas cuatro horas en autobús.

Guerra se comunica regularmente con amigos y familiares que se quedaron en Lima. Escucha historias de quienes trabajan 11 horas al día con aproximadamente un tercio del salario mínimo de Perú. También conoce la reacción violenta en las grandes ciudades, donde la imagen de los venezolanos cantando, vendiendo productos y mendigando en las calles se ha vuelto cada vez más común. La semana pasada, la Agencia de Refugiados de Estados Unidos lanzó una campaña contra la discriminación en Perú, en medio de un creciente resentimiento en algunos sectores por la llegada de los venezolanos.

Guerra y otros dicen que también han sentido el aguijón de la xenofobia en Iñaparai, pero en su mayor parte el pueblo los ha acogido. Aquí, no le están robando el trabajo de nadie, dijo. Están proporcionando servicios necesarios.

“Llevamos un mes aquí y empezamos de cero”, dijo. “No hay técnicos electrónicos aquí, así que las cosas han ido bien”.

Todos los recién llegados dicen que lo que más extrañan es la familia, por lo que han formado una familia de amigos descarriados. El barbero, José Martínez, de 55 años, viajó a Iñapari con un nieto, pero todos los venezolanos de esta creciente comunidad lo llaman el abuelo.

Martínez pasó cinco semanas haciendo autostop desde el sur de Venezuela hasta Perú, durmiendo en las calles durante al menos ocho de esas noches. A diferencia de los demás, Martínez dijo que planeaba terminar su viaje en el primer lugar donde pudiera encontrar trabajo, que esperaba que estuviera en el norte de Brasil, más cerca de casa.

Pero no fue hasta que llegó a Iñapari que encontró que su habilidad con la afeitadora eléctrica tenía mucha demanda. Mientras la gente esperaba, y en medio del zumbido de la máquina de Martínez, su nieto Leonardo León, de 30 años, dijo que se fueron de Venezuela porque la comida se había vuelto demasiado difícil de encontrar, o simplemente era demasiado cara. “Fue como un tsunami”, dijo. “De un día para otro toda la comida en la ciudad desapareció”.

La vida como migrante, incluso en Iñapari, es difícil. Pero al menos aquí pueden sobrevivir, aumentar de peso y enviar dinero a casa, dijo León.

Marcano, el sumamente religioso reparador de refrigeradores, dijo que teme que su país esté siendo castigado por Dios, y ha tenido la visión de que la hambruna en Venezuela empeorará antes de mejorar. En medio de esa tormenta, está agradecido de haber encontrado refugio en Iñapari.

“Estaba hablando con alguien de otra ciudad el otro día y me dijo ‘Oh, eres el famoso reparador de Iñapari’”, dijo con un toque de orgullo. “Veo que las cosas están mejorando”.

https://www.elnuevoherald.com/noticias/mundo/america-latina/venezuela-es/article220276315.html

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