Mayo 29, 2017.- La justicia de Dios es la violencia del amor que, en modo alguno, es la violencia de la espada o del odio, es la violencia de la fraternidad, “la que quiere convertir las armas en hoces para el trabajo”
Decía Monseñor Oscar Romero en una homilía que comprometerse con la palabra de Dios significaba comprometerse con la propia historia; exigiendo, a partir del corazón de ese compromiso (que es el sentir de la Iglesia), el reconocimiento, la crítica y el cambio de las estructuras injustas de toda sociedad que cause sufrimiento. Un compromiso que implica, sin duda alguna, la apertura al conflicto y a la persecución, el riesgo de la vida misma, por la causa de la paz y la justicia. De eso estaba conformada la idea que sobre la justicia de Dios tenía Romero y que le condujo a la muerte, pues, en la mayoría de los casos, la praxis nos dice que la justicia del hombre, o lo que el poder entiende por justicia, contraría a la justicia de Dios y la violencia suele decirnos al final cuál de las dos –al parecer– sale sobrando. La defensa que siempre hizo Romero de la verdad y la paz estuvo siempre atada de raíz a la justicia social, cuya fuente era, no lo dudó nunca, la justicia de Dios sustentada en el amor que siempre ha manifestado por su creación. El amor de Dios es la única violencia admisible para el hombre, ya que se trata de la violencia del amor que es aquella que dejó Cristo clavado en la cruz, que es la misma “que se hace uno para vencer sus egoísmos y para que no haya desigualdades tan crueles entre nosotros”. La justicia de Dios es la violencia del amor que, en modo alguno, es la violencia de la espada o del odio, es la violencia de la fraternidad, “la que quiere convertir las armas en hoces para el trabajo”.
Las palabras de Romero, consagradas por su martirio, están fijas mirando a Jesucristo y su justicia que es aquella fraguada a la luz de las bienaventuranzas con la finalidad de que sean nuestro caminar seguro por medio del dolor y el sufrimiento, y ese dolor, cuando está unido a la justicia divina, se transformará en Pascua de Resurrección. De tal manera que, para poder desentrañar lo que pensaba y sentía Romero sobre la justicia de Dios, tenemos que ahondar en sus ideas sobre verdad, justicia y paz que se estrechan en una misma realidad, cada una depende de la otra. La ausencia de una de ellas desestabiliza la armonía de todas poniendo en riesgo el equilibrio del hombre y la sociedad. Por ello, el compromiso de Romero con hacer realidad la justicia de Dios en la tierra dependía del compromiso con la realidad y la historia del hombre aquí y ahora. Esto, como es de suponer, implicaba un enfrentamiento directo contra el poder en todas sus formas y es allí donde el sentido del compromiso cobra definición.
La verdad para Monseñor Oscar Romero era la que brotaba fecunda, siempre fecunda, de los evangelios, que es palabra profética, pan de vida, sentido profundo de la realidad. Palabra que no podemos segregar de la realidad histórica, ya que “anima, ilumina, contrasta, repudia, alaba lo que se está haciendo hoy en este sociedad” y al comprometernos con esta Palabra, los hombres se comprometen con la historia. “Todas las costumbres que no estén de acuerdo con el evangelio hay que eliminarlas si queremos salvar al hombre. Hay que salvar no el alma a la hora de morir el hombre; hay que salvar al hombre ya viviendo en la historia”. Romero alimentó su idea de la verdad, no de atajos ontológicos o gnoseológicos, sino de la propia fuente de los evangelios, pero también, y eso es más que evidente en sus homilías y discursos, en los documentos de la Iglesia que cobraban forma en la contemplación del rostro de los pobres. Una verdad que trascendió la frialdad de los libros cuando el asesinato de su amigo Rutilio Grande gritó en su corazón un matiz más profundo de ella. Episodio que lo comprometió con la misión de salvar al mundo de lo salvaje “para hacerlo humano y de humano, divino”. La sacralidad de la vida y la violencia como acción inhumana y contraria a la fe cristiana fueron verdades que procuró hasta el martirio sembrar en aquella sociedad salvadoreña tan convulsa.
Monseñor Romero fue uno de los grandes entusiastas del Concilio Vaticano II, recibido con mucho gozo y esperanza por la Iglesia latinoamericana, por ello se unió a la advertencia que hacía la Iglesia cuando afirmaba que “todo cuanto atenta contra la misma vida, como son el asesinato de cualquier clase, el genocidio, el aborto, la eutanasia, y el mismo suicidio voluntario, todo lo que viola la integridad de la persona humana […] son totalmente opuestas al honor debido al Creador”. Bajo la luz del Vaticano II, Monseñor Romero no titubea para afirmar que la vida es sagrada y por tanto “merece por sí misma, en cualquier circunstancia, su dignificación”. Nada, absolutamente nada puede legitimar la interrupción de la vida en nadie. Nada que signifique un atentado contra la vida de un ser humano, en ningún sentido, en ningún campo semántico, es admisible. “Matar es insultar al Creador: el mandamiento del Señor, no matarás, hace sagrada toda vida; y aunque sea de un pecador, la sangre derramada siempre clama a Dios, y los que asesinan siempre son homicidas”. Por eso, siempre manifestó aborrecimiento de la displicencia de quien manda a matar. Aborreció esa banalidad del mal que se incrustó en la burocracia producto de esa nueva forma de hacer política desatada durante el siglo XX. “Se manda a matar, se paga por matar ¿Quién ha pagado? ¿Qué intereses hay detrás de esa muerte? ¡No matarás! Es terrible. Es homicida el que tortura. Nadie puede poner la mano sobre otro hombre, porque el hombre es imagen de Dios. ¡No matarás! La ley de Dios lo manda”.
El evangelio no permite el odio, ni siquiera entre los enemigos, que es el sostén de la negación de la vida del otro y de la violencia. El cristiano, no hace aquí distinción de confesiones, no tiene huella de odio ni de rencor en su alma, pues sabe que toda la justicia es de Dios. Partiendo de allí condena la violencia como inhumana y alejada de todo principio cristiano que no aúpa a perseguir, en todo caso, a ser perseguido por causa del amor. La Iglesia no opta por esos caminos de la violencia, ya que, en modo alguno, en ninguna parte ni en ningún momento de la historia, ha sido un camino hacia la paz, a menos que pensemos en la paz de los cementerios, y esa paz no es paz verdadera. Los conflictos sociales no se solventan promoviendo la violencia que son los que los generan y los multiplica. “La violencia no es cristiana, la violencia no es humana. No es contestando violentamente a la violencia como se va a arreglar la paz del mundo”. El odio es contrario al espíritu que emana de la justicia de Dios, pues es demoníaco y someterse a su poder termina por destruir a quien lo profesa. “El infierno comienza cuando se comienza a odiar”. El odio genera violencia y la violencia cuando se institucionaliza se transforma en caudal de violencia. Los gobiernos que no son capaces de responder apropiadamente a la desigualdad entre los hombres, genera injusticia social y esta su vuelve fuente de violencia y de violación de la libertad. “Si queremos que cese la violencia, que cese todo ese malestar, hay que ir a la raíz. Y la raíz está aquí: la injusticia social”.
La verdad, la libertad, la justicia entre los hombres preceden la paz y estas tienen como fuente originaria la búsqueda en la vida diaria de la justicia de Dios que podemos ver en toda su magnitud en las bienaventuranzas. “En un ambiente cargado del pecado, en una situación social en la cual atropellan impunemente la dignidad del pobre, sofocando su libre expresión, pisoteando sus legítimas reivindicaciones, dañando su bienestar físico, moral y psicológico, en tal ambiente la Iglesia mantiene que no puede haber paz sin libertad”. No puede haber paz si no hay justicia. “La paz que podría haber, que se ha perdido, no puede venir si no hay justicia […] No es posible construir una casa firme sin ponerla sobre un fundamento sólido. No es posible un árbol verde y vivo sin una raíz sana”. La piedra angular y principal de esa base firme, sin duda, es Cristo, su Palabra ardiente que quema corazones.
El equilibrio personal y colectivo maduran, se van definiendo y proyectando, en la medida en que se contemple seriamente, sin sensiblerías ni atajos subjetivos, el proyecto de Dios, su justicia. El hombre debería buscar comprenderse a partir del proyecto que Dios tiene para la humanidad. En eso consiste la paz, según Romero, “consiste en sintonía con el plan de Dios […] La paz consistiría en saber lo que quiere Dios de esta sociedad, qué quiere Dios de mi vida, qué quiere Dios de la república”. Los cristianos, no importa la confesión, pero muy especialmente los católicos, no podemos admitir como opción resolver los conflictos sociales a partir de la reconciliación entre el bien y el mal, entre el amor y el odio. Se trata, como lo enseñó Romero que bebe de la fuente de la justicia de Dios, de eliminar de raíz y por completo el mal, la injusticia y el pecado. ¿Es esto posible? Creo que sí, esa es la lección que el Cristo-humano nos muestra, nos enseña. Cuando nos abrimos y permitimos, al igual que María Santísima, ser amados por el Espíritu Santo y quedar incubados por su amor, la fuerza vital del Evangelio se transforma en acciones que brotan de nuestro corazón y se manifiestan en justicia aquí y ahora. Monseñor Oscar Romero es prueba de que es posible para ti y para mí. Cristo no fue neutral frente al pecado, frente a la injusticia, frente a la violencia, pero todo fue sometido en Él por su amor, pues su amor es capaz de hacerlo todo nuevo, hasta los corazones más duros y fríos, como el del Barrabás (1950) de Pär Lagerkvist, en cuyas páginas nos desnuda a un hombre encerrado en su propia realidad edificada de espaldas a Dios y que, luego del contacto con Cristo, esa realidad comienza a ser transformada.
“Los pueblos son libres, dirá Romero, para darse el régimen que ellos quieran, pero no son libres para hacer sus caprichos”. Sin embargo, todo eso pasa, todo pasa, lo único que no pasa es el amor y por ese amor seremos juzgados por el Amor. Por ello, afirma, y no sólo de palabra, que a cada uno de nosotros Cristo nos dice que “si quieres que tu vida y tu misión fructifique como la mía, haz como yo: conviértete en grano que se deja sepultar; déjate matar –no tengas miedo. El que rehúye el sufrimiento quedará solo. No hay gente más sola que los egoístas. Pero si por amor a los otros das tu vida, como yo la voy a dar por todos, cosecharás muchos frutos. Tendrás las satisfacciones más hondas. No le tengas miedo a la muerte, a las amenazas. Contigo va el Señor”.
Laus Deo. Virginique Matri. Pax et Bonum
http://contrapunto.com/noticia/mons-romero-y-la-justicia-de-dios-138601/