lunes, 11.11.13

JW

JIM WYSS

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Tenía puesto un chaleco antibalas, recostado en el asiento trasero de un auto blindado sin identificaciones y escoltado por tres hombres fuertemente armados, cuando me empecé a preocupar.

En ese momento había estado bajo custodia de la Dirección General de Contrainteligencia Militar de Venezuela durante 24 horas. No sabía qué esperar. Todo lo que sabía era que una “comisión” aguardaba por mí.

Era viernes y había perdido mi vuelo de regreso a Bogotá, donde he vivido durante los últimos tres años cubriendo la región andina para el Miami Herald. En ese tiempo, probablemente he hecho una docena de viajes a Venezuela para reportar sin problemas serios, hasta ahora.

Mis problemas se iniciaron el jueves en la población fronteriza de San Cristóbal, en el estado Táchira. Había pasado el día entrevistando a líderes de la oposición y del partido en el poder acerca de las elecciones municipales del 8 de diciembre.

Los comicios son vistos como un referendo sobre los seis meses de gobierno de Nicolás Maduro, quien ha tenido dificultades para estar a la altura del fallecido presidente Hugo Chávez, en el marco de una crisis económica cada vez más profunda y una pronunciada espiral inflacionaria.

En San Cristóbal, como era de esperar, ambas partes dijeron que el contrabando es un tema caliente.

El tipo de cambio fijo y el control de precios en los productos básicos han generado una floreciente economía subterránea. Todo, inluyendo papel sanitario, arroz y pollo, es enviado a través de la frontera a Colombia, donde puede ser vendido hasta por 6 o 7 veces por encima del precio oficial en Venezuela. La semana pasada, Colombia detuvo lo que catalogó como un embarque “masivo” de aceite para cocinar que estaba siendo pasado de contrabando a través de la frontera.

En San Cristóbal, la gente hace fila por horas para comprar unos cuantos kilos de harina. En el lado colombiano, esa misma harina desborda los anaqueles y es ofrecida por vendedores callejeros.

Cuando Maduro habla de “guerra” económica y “sabotaje”, Táchira es la línea del frente.

Yo quería estadísticas sobre el contrabando y varias fuentes me dijeron que se las pidiera a la Guardia Nacional Bolviariana, que controla la frontera. Tras una llamada telefónica a su cuartel, me invitaron a hacer la solicitud en persona.

Todo parecía ir bien. Me presenté como reportero y me dijeron que “el general” hablaría pronto conmigo. La tarde se convirtió en noche entre múltiples mensajes de que “el general” había encontrado un lugar en su agenda para mí. A las 7 p.m. -después de una cuatro horas de espera- les dije que tenía que irme. Me dijeron que no podía.

En lugar de eso, me entregaron al “inspector”, quien me metió a un carro blindado con puertas que no se podían abrir desde adentro (lo verifiqué). Cuando le pregunté a dónde ibamos, dijo que “a mi oficina”.

Su oficina era una casa como cualquier otra en una calle como cualquier otra en San Cristóbal. Las ventanas tenían múltiples barrotes. Una vez adentro, me dijeron que estaba siendo investigado por la contrainteligencia militar.

Había razones para preocuparse. Tan sólo en este año, cuatro reporteros han sido detenidos en Venezuela y 33 han sido atacados, de acuerdo con Espacio Público, una organización que defiende la libertad de expresión. Tim Tracy, un cineasta estadounidense, fue arrestado en abril y permaneció detenido durante un mes -parte de ese tiempo en una cárcel conocida por su violencia- antes de ser expulsado. Y como el “inspector” me recordó, Maduro acusa frecuentemente a la prensa de Miami de ser parte de una camarilla que quiere desestabilizar al gobierno. Es todo parte de lo que organizaciones que promueven la libertad de prensa ven como crecientes amenazas contra los medios de comunicación en América Latina.

Tras un interrogatorio preliminar, fui escoltado a mi hotel donde le informaron al nervioso gerente que me marchaba.

De regreso en la oficina comenzó el interrogatorio de verdad. El “inspector” hurgó en el disco duro de mi computadora pidiéndome que tradujera historias que había escrito y escudriñando mis fotografías. Fue una experiencia surrealista. Cuando se encontró con una foto de un ceñudo hombre barbado mirando fijamente a la cámara, el “inspector” me preguntó: “¿Quién es este carajo?”. Le tuve que explicar que se trataba de mi hermano, un productor de chocolate que vive en Nicaragua, haciendo muecas frente a la cámara.

Pero también había fotos del ex candidato presidencial opositor Henrique Capriles. El “inspector” dijo que la plétora de fotografías sugería que yo era un activista de la oposición. Le expliqué que mientras las personas como Capriles con frecuencia le dan acceso al Miami Herald, nunca habíamos recibido permiso para ir con Chávez o Maduro en sus campañas. Aunque de cualquier manera cubrimos sus campañas, usualmente era desde la multitud y de una manera que generalmente no ayuda a obtener retratos de calidad.

También le pidió a uno de sus subalternos que copiara a mano los contactos de mi teléfono celular, un total de 1,314. Cuando les quedó claro que era una tarea enorme, le enviaron el teléfono a alguien para “chuparle los datos” de manera electrónica.

Todavía esperaba que la cuestión de mi identidad se resolviera rápidamente. He estado registrado con el Ministerio de Comunicación e Información (Minci) por años, y durante eventos especiales -como elecciones y funerales- me han otorgado pases de prensa. Todos los días me envían por correo electrónico comunicados de prensa y declaraciones.

Pero el “inspector” dijo que el Minci no sabía quién era yo. (La oficina les dijo después a mis colegas que como no les informé de este viaje para hacer reportajes, no estaba considerado como un periodista acreditado).

A pesar de mi creciente ansiedad, nunca hubo amenazas verbales o físicas. De hecho, el inspector me dijo que sus órdenes eran “no tocarte ni con el pétalo de una rosa”. Lo agradecí, pero me preguntaba como hubiera sido la entrevista sin esas restricciones.

También estaba preocupado por mis seres queridos, mi familia y mis colegas. Ya se había vencido el plazo en que debía contactarlos. Aunque sabía que no sería abofeteado con una rosa, ellos sólo podrían especular.

El interrogatorio se extendió hasta cerca de las 2:30 a.m. cuando me encerraron en un pequeño cuarto y me dijeron que durmiera sobre un colchón. A las 6 a.m. del viernes se reanudaron las preguntas. Insistieron en preguntarme por qué estaba tomando fotografías de instalaciones militares. Eso era preocupante porque nunca tomé fotos de instalaciones militares y no había ninguna en mi cámara o mi disco duro.

Pero esa mañana también hubo algunos sucesos afortunados. Aunque el “inspector” no me dejaba hacer una llamada telefónica, uno de sus subordinados se compadeció de mí y me dejó hacer una llamada siempre y cuando fuera en español. Le llamé a mi novia, que por casualidad estaba en Weston, y le pedí que le pasar el mensaje a mi jefe, John Yearwood.

Después supe que tras recibir la llamada, Yearwood y la directora ejecutiva del Herald, Aminda Marqués González, iniciaron una serie frenética de discretas discusiones para lograr mi liberación. Estas incluyeron conversaciones con funcionarios de la embajada de Venezuela en Washington, altos funcionarios en Caracas, el gobierno de Estados Unidos e incluso miembros del congreso de Estados Unidos que tienen influencia con el régimen de Maduro. Después, Marqués envió a Yearwood a Caracas para conversaciones cara a cara.

Pero yo no sabía nada de eso cuando llegó mi segundo momento de suerte. Cuando estaba siendo escoltado de un baño en la parte baja, tres mujeres gritaron mi nombre desde la entrada diciendo que eran reporteras. Me llevaron apresuradamente hacia arriba antes de que pudiera decir nada, pero ya se sabía que estaba ahí.

El “inspector” estaba realmente molesto.

“¿Quién dejó que el gringo fuera abajo?”, les gritó a sus subordinados. “¡Debieron hacer que orinara en un balde!”.

De repente, parecía estar deseoso de deshacerse de mí, y unas horas después iba en el asiento del auto en camino de encontrarme con “la comisión”.

El viaje en auto terminó en un aeropuerto comercial. Fui llevado apresuradamente al área VIP y me entregaron un pase de abordar a nombre de Juan Salcedo. El “inspector” y un subordinado volaron conmigo a Caracas el viernes por la noche.

“La comisión” resultaron ser las autoridades de inmigración. Estaba profundamente aliviado. Temía que un viaje a la capital significara otra ronda de interrogatorios de parte de la inteligencia militar.

Me llevaron al imponente edificio del Servicio de Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería en el centro de Caracas, donde me encontré con dos funcionarios de la embajada de Estados Unidos. Me aseguraron que estaban trabajando para acelerar mi deportación. También me trajeron una camisa limpia y un cepillo de dientes. Pero su sola presencia fue mi mayor alivio. Jim Wyss, no Juan Salcedo, estaba en el radar de alguien.

Fui llevado a una celda con otros ocho detenidos. Era una atmósfera amistosa. Un palestino me invitó a ocupar la litera encima de la suya, un sirio hurgó debajo de su catre y me encontró una sábana sucia, manchada de sangre, y una almohada para pasar la noche. Había una pequeña televisión, un reproductor de DVD y una cafetera. He dormido en peores hoteles, pero al menos sus puertas se abrían desde adentro.

Las principales distracciones parecían ser fumar interminablemente y mirar las calles del centro de Caracas, varios pisos debajo, desde los huecos en la ventana.

No había visto la televisión o un periódico desde el jueves por la mañana. Y estaba bajo la impresión de que si alguna acción se estaba realizando para ayudarme, era del tipo de la diplomacia discreta. Pero esa noche mi rostro abrió el noticiero de la noche. No sabía si eso era algo bueno o malo. Fue una noche de inquietud.

El sábado por la mañana, lavé mi sábana y alguna ropa en el lavabo y me preparé para esperar un tiempo. Los funcionarios de inmigración habían dicho que no sería liberado sino hasta el lunes o el martes, si acaso. Comenzé a releer All the Pretty Horses de Cormack McCarthy mientras mis compañeros de celda miraban películas de acción de “Stone Cold” Steve Austin.

Me sentía más relajado, pero todavía hubo momentos de ansiedad. Uno de mis compañeros de celda era un funcionario del gobierno que cumplía una sentencia de 45 días por alguna infracción. Me advirtió que un diputado le había dicho que el gobierno “quiere convertirte en un asunto político, así que tienes que salir de aquí rápido”.

Unas horas después, un guardia me ordenó que recogiera mis cosas. Me estremecí. ¿Estaba siendo liberado o transferido? No quiso decirme.

Fui conducido a una oficina en el área posterior y me presentaron a Juan Carlos Dugarte, director general de inmigración.

Me dijo que estaba siendo liberado -no deportado- y que podía quedarme en el país tanto tiempo como quisiera y regresar a trabajar como periodista.

Espero que eso sea verdad. Me encanta reportar desde Venezuela. El país es hermoso, complicado y lleno de matices, difícil de cubrir desde el exterior. También está altamente polarizado, lo que hace que el balance sea de vital importancia. He sido acusado de ser un facista de derecha y un comunista admirador de Chávez con base en el mismo artículo.

A pesar de ser importantes socios comerciales, las relaciones entre Estados Unidos y Venezuela están en ruinas. Los dos países están sin embajadores desde el 2010 y un reciente intento por cambiar eso terminó en más acusaciones diplomáticas. Eso hace que el reportaje desde los dos frentes sea más importante que nunca.

Mi odisea duró unas 48 horas. Fui excepcionalmente afortunado. El Miami Herald, el Departamento de Estado, aerolíneas, periodistas locales y completos extraños presionaron duro para que fuera liberado. Estoy agradecido con todos ellos.

Las elecciones municipales vienen el mes próximo y espero cubrirlas. Y todavía sigo buscando esas estadísticas sobre el contrabando. General: usted tiene mis números de teléfono y la información de contacto de todos a quienes he conocido en mi vida. Llámeme.

 

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