Patricia Torres Uribe
30 de junio de 2005
Izabeth prefería siempre que la dejaran en alguna estación del Metro, pero la noche del último lunes Leonardo, encomendado al amuleto de su piel, insistió en llevarla: “Vamos que a los negros no nos roban”.
Había sido un día de exprimir neuronas frente a una prueba parcial de Física que marcaba el inicio de una semana de exámenes con remate sabatino en Matemáticas.
Algún límite recostado en el infinito o tal vez una integral imposible, consumía la cháchara de los muchachos cuando a la altura del Bloque 1, en el barrio Kennedy de la parroquia Macarao, un encapuchado con arma larga en ristre les cortó el paso: “Acelera, negro, que nos van a atracar”. El Corsa color arena rodó 200 metros más hasta una alcabala, que sin dar orden de parada alguna, suelta una ráfaga de tiros que hiere a Elizabeth en la pierna. Había comenzado la muerte.
“¿Elizabeth, estás bien? ¿Elizabeth, estás herida?”, fue lo primero que escucharon los vecinos, resguardados en sus casas. Eran las 11:30 pm. “Entonces nos asomamos a ver qué pasaba y vimos a tres muchachos y una muchacha junto al carro. Estaban nerviosos, corrían de un lado a otro y pedían a gritos una ambulancia; ella les decía que estaba herida en la pierna, que no se podía bajar. No eran de por aquí pero se veía que eran sanos, eran unos muchachitos”, relata una vecina que observó de frente la escena y pide reservar su nombre.
No reconocieron que a la que llamaban Elizabeth era La Niña. “Por aquí todo el mundo la llama así.Si hubiéramos sabido que era la hija de Rosa seguro salimos y de pronto nos matan a nosotros también”, continúa la vecina. Al parecer, Elizabeth llamó a su mamá desde un celular y ésta salió a socorrerla, sin saber que su hija estaba herida. Cuando llega hasta el carro, los muchachos le dicen lo que pasó y Rosa, entre gritos, les pide que vayan a su casa, al fondo del callejón, a llamar por teléfono a una ambulancia. Leonardo, el conductor, se quedó con la madre y las muchachas al costado del carro mientras Eric y Edgar corrían hacia la vivienda.
Fotos: Illich Otero
1. Edgar Quintero (19 años) y 2. Eric Montenegro (20 años) murieron en el patio interior del callejón donde se encuentra la casa y la bodega de la familia de Elizabeth Rosales. 3. El cuerpo de la tercera víctima, Leonardo González (25 años), cayó frente a las casas 9 y 11, en la vía principal de la terraza seis de Kennedy, a escasos metros del vehículo que conducía. Nunca hubo voz de alto.
“Justo ahí llegaron los encapuchados. Eran como 15.Venían a pie, con armas largas, parecían guerrilleros y sin dar aviso comenzaron a disparar”.
Una parte del grupo policial llegó hasta el carro, y tres tomaron hacia el callejón, disparando.
“Los muchachos les decían que eran estudiantes, que acababan de presentar un examen y que venían a traer a una compañera, pero nada, los agarraron y no les permitieron mostrar las credenciales. Cállense, ratas, era lo único que les decían”, relata otra vecina, que vive en diagonal a la casa de Rosa.
Según los testimonios recabados en el sector, Eric y Edgar quedaron encerrados en el patio interno donde acaba el callejón sin oponer ninguna resistencia. Los agentes los lanzaron al piso, les ataron las manos y les dieron golpes y patadas.
“Se ensañaron con ellos. El blanquito delgadito que después nos enteramos que se llamaba Eric decía estoy vivo, estoy vivo y le preguntaba a Edgar si estaba ahí. El fue el que llevó más golpes pero también el que más resistió”, cuenta la hija de la vecina, que observó agachada los sucesos desde la ventana de su habitación.
El cuerpo de Eric Montenegro —20 años, 55 kilos, estudiante de tercer semestre de Ingeniería de Sistemas de la Universidad Santa María, fanático de las computadoras y a quien llamaban en broma Mister Burns, por su parecido físico con el jefe de Homero Simpson— ingresó a la morgue de Bello Monte con 10 impactos de bala en el cuerpo.
Eric —recordaban ayer al mediodía sus compañeros en su velorio en la capilla V del Cementerio del Este— era tan delgado que seguía una dieta especial de carbohidratos para ganar peso.
Entre el inicio de los tiroteos y la muerte de los muchachos, los vecinos del sector calculan que debieron pasar 15 minutos. Al principio no podían saber cuántas eran las víctimas, pero un diálogo les confirmó el parte:
—Hay dos muertos y un herido — dijo una voz.
—Tres muertos —respondió otra, de mando.
—No, pero uno está herido —corrigió la primera.
—Te dije que son tres. Esa es la orden.Tres muertos y punto…
La noche apenas comenzaba.
Llegaron más policías — “eran más de 50” —, todos de la DIM y el Cicpc, trancaron las calles e ingresaron en algunas viviendas. En una de las casas del callejón, frente a donde murieron Eric y Edgar, entraron tres funcionarios, uno muy alto y corpulento con pasamontañas, arma larga y chaqueta de la DIM, otro del Cicpc con la cabeza rapada y una mujer vestida de verde olivo, con pantalones con bolsillos a los lados, pelo negro y liso atado a una cola y la cara regordeta.
“Nos lanzaron al piso de nuestra propia casa, a mí que estoy recién operada de la columna, a mi hija que está embarazada y a mi yerno. Nos preguntaban insistentemente qué habíamos visto, y la mujer nos decía que no nos moviéramos porque no respondían si se les escapaba un tiro”.
Por eso es que ayer insistían en reservar sus nombres.
En la vía principal, los policías mandaban a callar a la madre de Elizabeth, que suplicaba asistencia médica para su hija. Un poco más tarde llegó un carro, y se llevaron a las muchachas, y cerca de la 1:30 am, una camioneta cuatro puertas pick-up, color azul metalizado, sin señas, de esas “bien bonitas y grandotas” que proliferan ahora por las calles, vino por los cadáveres.
“Sacaron dos del callejón, y al tercero (Leonardo) lo recogieron aquí enfrente de la casa. Los lanzaron como a unos perros dentro de la cava”.
Lo que siguió luego fue una “operación limpieza y siembra” que se extendió hasta las 5 de la mañana. Todos los casquillos fueron retirados y los que quedaron incrustados en las paredes y el piso fueron sacados a martillazos. “Ya tenemos tres pistolas y falta una”, escuchaban los vecinos, y desde las ventanas pudieron ver cuando tomaban las fotos de las armas.
Los cuerpos ya no estaban. “En la mañana sólo encontramos los charcos de sangre”.
Y como llegaron se fueron, sin aviso ni explicaciones. Pero hubo un descuido: “Verga, en tremendo peo nos metimos. Coño, nos jodimos.
Estamos empaquetados”, se les escapó.