Por Marielba Núñ[email protected] | Raylí Lujá[email protected] 17 de diciembre de 2017 01:15 AM

Diciembre 22, 2017.- Un deterioro lento y progresivo del aparato económico, así como de la capacidad del Estado para atender las necesidades básicas de la población, pone en peligro la supervivencia de los venezolanos, especialmente del 51% que forma parte de los estratos en mayor pobreza. El gobierno ha sido rebasado en su capacidad para hacer frente a este escenario, por lo que será inminente aceptar la cooperación internacional si se quiere impedir mayor sufrimiento, señalan los expertos. Más de 4 millones de personas sin acceso a medicamentos, 1 millón de niños menores de 3 años que no se alimentan como requieren, el incremento de las cifras de mortalidad materna e infantil y los desplazamientos masivos en las fronteras son evidencia de una crisis que el gobierno niega

Hundidos en profundas crisis económicas, políticas y sanitarias o arrasados por la violencia, 17 países requerirán de la asistencia de la comunidad internacional en 2018. Venezuela es la única nación latinoamericana que integra esa lista, en la que figuran en su mayoría países de África y de Medio Oriente, como Libia, Sudán del Sur, Siria, Yemen y Afganistán, de acuerdo con un reporte que fue presentado a principios de mes por la organización no gubernamental Acaps, especializada en el análisis de los escenarios que caracterizan las emergencias humanitarias.

En el caso venezolano, la ONG basa su diagnóstico en un repaso de los hechos acaecidos en 2017, un cocktail explosivo en el que convergen la hiperinflación, la caída de los ingresos económicos, la restricción de acceso a los servicios básicos, la erosión de las instituciones democráticas y la represión contra las protestas públicas. Para el año próximo, la supervivencia de la población se verá aún más comprometida, señalan, debido a la descomposición de las instituciones del gobierno, el empeoramiento de las condiciones económicas y la creciente inseguridad.

Mientras el deterioro se agrava y se hace evidente para los observadores, el gobierno de Nicolás Maduro sigue empeñado en no reconocerlo. “Venezuela es un país pujante, trabajador, no es un país de mendigos como han pretendido algunos con aquello de la ayuda humanitaria”, dijo el mandatario durante una emisión reciente de su programa televisivo dominical.

La especialista en gestión alimentaria Susana Raffalli, asesora de Cáritas de Venezuela, corrige el equívoco: cuando se habla de acción humanitaria no se está hablando de limosnas ni tampoco de solidaridad, sino de un cuerpo de conocimientos y actuaciones que debe activarse cuando se producen daños masivos a la salud y la integridad de la población y se pierden vidas humanas.

“La crisis alimentaria pasó a ser una crisis humanitaria cuando se murió el primer niño por desnutrición”, puntualiza. En este momento, en la escala de criterios que definen este tipo de situaciones, el país ha pasado de la crisis a la emergencia humanitaria, que se caracteriza porque, además, el Estado perdió la capacidad para dar respuesta y asistir a los afectados, lo que hace apremiante la ayuda internacional.

Raffalli indica que un dato que sirve como termómetro de la intensidad de lo que ocurre es la rapidez con la que han empeorado los indicadores. “El monitoreo centinela que realiza Cáritas muestra que tenemos 15,7% de niños menores de 5 años con desnutrición aguda, pero lo peor es que en octubre había 8%, es decir, que se duplicó la cantidad de niños en estas condiciones”.

Problema complejo. El hecho de que los actores gubernamentales nieguen sistemáticamente el grave deterioro de las condiciones de vida de la población le da a la situación venezolana nombre y apellido: emergencia humanitaria compleja. “Uno de los principales factores de este tipo de escenarios es que el actor que debería estar en condiciones de aportar las soluciones es precisamente quien las niega”, señala Jo D’Elía, responsable de la investigación sobre el estado de los derechos humanos en materia de salud para la organización no gubernamental Provea.

“Venezuela tiene todas las características de emergencias humanitarias complejas que ocurren en países que sufren problemas sistémicos, económicos y sociales”, coincide Marino González, investigador especializado en el área de políticas públicas de la Universidad Simón Bolívar y miembro de la Academia Nacional de Medicina. “Este tipo de situaciones no se relacionan con conflictos bélicos ni con catástrofes naturales”, aclara.

Las situaciones que se enmarcan dentro del concepto de emergencia humanitaria compleja suelen haberse gestado con lentitud durante mucho tiempo, añade D’Elía. “Son consecuencia de años de deterioro, que han desembocado en la desestructuración de las capacidades internas del país para ayudar a las personas en sus necesidades”.

En el área asistencial puede verse con claridad la forma cómo ha evolucionado el daño: el fracaso de la gestión pública que ha devenido además en un deterioro sistemático de los servicios de salud, indica. “El gobierno nacional no resolvió el problema de la fragmentación de las instituciones que deben dar respuestas a los problemas asistenciales y además montó un sistema paralelo que se financió por mucho tiempo con los recursos que debían ir al sistema público. Cuando se admitió el fracaso de Barrio Adentro ya no había manera de recuperar el sistema público”, afirma.

D’Elía coincide con Raffalli en que el declive de las condiciones de vida se ha acelerado y que el daño que causa está afectando de manera irreparable a un número incalculable de venezolanos, imposible de saber por el ocultamiento de las cifras que practica el gobierno. “Se han comenzado a registrar muertes de manera sistemática y lo peor es que podrían haberse evitado”, alerta.

Para ilustrar esta afirmación, añade, basta recordar el aumento en más de 65% de mortalidad materna y más de 30% de mortalidad infantil entre 2015 y 2016, cifras que se conocieron cuando el Ministerio de Salud publicó a principios de año los boletines epidemiológicos que habían estado silenciados durante meses. “Se trata de fallecimientos que son en su mayoría prevenibles y revelan una falta absoluta de control prenatal. Nos dicen que son las mujeres y los niños las víctimas de las decisiones estatales”.

La Encuesta Nacional de Hospitales también ha revelado que 60% de los servicios de salud están paralizados y que los que funcionan lo hacen en condiciones de precariedad. Entre 70% y 80% de los equipos médicos no están operativos. Más de 50% del personal de salud ha desertado.

Desplazamientos para sobrevivir. La Coalición de Organizaciones por el Derecho a la Salud y a la Vida calcula que en este momento hay 4 millones de venezolanos que padecen dificultades para el acceso a medicamentos y otros 300.000 con problemas crónicos de salud que no tienen acceso a los fármacos de alto costo que requieren. Asimismo, 500.000 cirugías están pendientes en centros hospitalarios, las cuales no se pueden realizar por el déficit de insumos. Para enero calculan que habrá 77.000 personas con VIH que no conseguirán los antirretrovirales que necesitan.

Mientras sectores privados denuncian que la escasez de medicamentos supera la cifra de 90%, el Estado insiste en que no llega a 15%. D’Elía tiene la explicación: “El gobierno recortó de manera brutal la lista de medicinas que importa, por lo que cuando se refiere a esta carestía, no habla de lo que en realidad se necesita sino que describe solamente su lista de compras”.

Los desplazamientos masivos se hacen evidentes y en muchos casos la razón es precisamente la búsqueda de tratamientos que no se consiguen en el país. “A diario vemos a miles de personas cruzando las fronteras para buscar los medicamentos que requieren”, advierte Francisco Valencia,  director de Codevida.

Raffalli añade que otra característica de las emergencias humanitarias complejas es que desbordan los límites de las naciones y comienzan a afectar a la región. “El movimiento migratorio, que ya supera los 2 millones de personas, tiene impacto en nuestros vecinos”. Una evidencia clara es la reciente declaratoria de emergencia social en el estado de Roraima, Brasil, que ha recibido un flujo de cerca de 30.000 venezolanos durante los últimos 2 años.

El período de hiperinflación que comenzó a atravesar el país, y que viene precedido de cuatro años de caída de la actividad económica y del derrumbe progresivo de la inversión pública, no hará sino exacerbar los problemas sociales que ya venía atravesando el país. “El gobierno no ha reaccionado ante lo que estamos viviendo, pero lo peor es que la sociedad tampoco se ha dado cuenta de lo que está pasando. Eso ocurre en parte porque estamos inmersos en un patrón cultural y sistémico que nos ha acostumbrado a la inflación, un fenómeno que ha estado presente en nuestra cotidianidad en los últimos 30 años”, indica González.

La Encuesta Nacional de Condiciones de Vida ya ha mostrado, recuerda, un aumento de la población en pobreza extrema, que pasó a representar 51,5% de la población en 2016. La inflación desbocada también ensancha la brecha entre los sectores que pueden adaptarse más fácilmente a estas condiciones económicas y los más pobres, que no cuentan con recursos para ello y que cada vez deben dedicar mayores esfuerzos y recursos a alimentarse. “A esa población que ya veía sumamente deteriorada su calidad de vida, la hiperinflación le pone cada vez más lejos los productos que necesita para sobrevivir”, agrega el experto en políticas públicas. Especialmente preocupante es la situación de 3 millones de niños venezolanos menores de 3 años que no están comiendo lo que necesitan, en una edad en la que la alimentación es vital para el desarrollo neurológico.

Intervención inminente. Pese a que expertos y representantes de la sociedad civil claman por la aceptación oficial de la situación de emergencia humanitaria en Venezuela, hay otras voces en el ámbito internacional que apoyan la negativa del gobierno a admitirla. Es el caso de Alfred de Zayas, experto independiente de Naciones Unidas, que hace poco visitó el país y concluyó que era “excesivo” endilgarle a Venezuela esa calificación.

D’Elía pone en duda la imparcialidad de este funcionario y recuerda que, en 2016, el entonces secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, reconoció la existencia de una crisis humanitaria en el país. “Las necesidades básicas no pueden ser cubiertas… la comida, el agua, la sanidad, la ropa, no están disponibles”, expresó ese año el funcionario de origen surcoreano en declaraciones a los medios.

“En presencia de una emergencia humanitaria el Estado venezolano tiene obligaciones y si rehúsa recibir colaboración internacional no solo está violando el derecho a la salud sino el derecho de las personas de ser protegidas”, afirma D’Elía. “Pero, además, los derechos humanos son una responsabilidad compartida: la gente tiene la obligación de presionar, de buscar por todos los medios diplomáticos posibles que el Estado acepte sus obligaciones, su responsabilidad como parte y las responsabilidades individuales por los daños que puedan producirse”.

En un momento de emergencia humanitaria como el que vive el país deben activarse los protocolos diseñados para evitar mayores daños y muertes, apunta Raffalli. “Cada fase detona un protocolo de atención adecuado. Cuando Cáritas anunció en su sistema de alerta temprana que estábamos entrando en crisis, la actuación coherente hubiera sido dotar todos los dispensarios del país con suplementos nutricionales que hubieran podido atender a los niños con desnutrición y evitar muertes”.

La situación desbordó al Estado y este no puede por sí mismo solucionarla. “Cuando pasas de la normalidad a la crisis humanitaria la puedes manejar aprobando recursos extraordinarios que destinarás a atenderla, pero cuando estás en emergencia ni siquiera con eso puedes salvar a la gente”, agrega.

Las condiciones de hiperinflación imponen un programa de estabilización económica para corregir los desequilibrios –dice González– pero este debe venir acompañado de un programa de asistencia que atienda a la población desprotegida, monitoreado y supervisado por organismos que puedan encargarse de forma transparente de su manejo. “Es necesaria la ayuda porque estamos experimentando una inédita destrucción social y económica. Llegamos a una fase de quiebre social, doloroso, que se mete en las casas, en los bolsillos de la gente, en los ámbitos íntimos y más privados”, reflexiona.

Rostros del sufrimiento cotidiano

“Es muy triste llegar a la casa con las manos vacías”

Keyler vive con sus 5 hijos en una humilde casita en La Pastora. Se levanta sin excusas para ir a limpiar en una casa donde le pagan 30.000 bolívares el día. Se esfuerza para que a sus niños, que tienen entre 1 y 15 años de edad, no les falten las 3 comidas, y aunque le cuesta reconocerlo, ya ha pasado. Han dejado de ir al colegio por no tener desayuno. La nevera está dañada, pero si funcionara tampoco la usaría para guardar carne o pollo porque son productos inasequibles. Han perdido peso, ella por lo menos 10 kilos. A sus hijos les ha dado diarrea y vómito. La leche que trae la caja CLAP les causa ese efecto. No siempre consigue comida regulada. “Es muy triste llegar a la casa con las manos vacías”, expresa. A pesar de todo, agradece la colaboración de un vecino y de la dueña de la casa donde trabaja. Su esposo gana sueldo mínimo y su hijo mayor ya trabaja para ayudar con la comida. “Me he parado con la columna que no la aguanto y he tenido que salir para que ellos no se acuesten sin comer. Lloro y le digo a Dios: ¿será que tú no existes?”, dice entre lágrimas.

“Robo en la basura para comer”

Juan no sabe dónde está su mamá y su papá está preso en la cárcel de Alayón, en Aragua. Tiene apenas 12 años de edad y lo único que hace es cuidar carros en El Limón. Todos los días se traslada desde la casa de su tía –lugar donde lo dejó su mamá– en el barrio El Paseo de Maracay hasta la zona donde “trabaja”, o pide, para poder comer. Otras veces recurre a opciones que en su inocencia califica de delito. “Robo en la basura para comer”, expresa mientras fija su mirada lejos de la cámara, avergonzado. En su rostro y su cuerpo se presentan rasgos de desnutrición y cicatrices que son señales de maltrato físico. Le cuesta recordar cuándo fue la última vez que comió carne o al menos un plato grande de comida. Tanto su futuro como su felicidad están alejados de su mente. La paranoia se apodera de él. Dice sentirse afectado por los otros niños que se burlan de él. Recibe ayuda de la Fundación Dame la Mano, pero anda a la deriva, sin estudios, creciendo antes de tiempo.

En el hospital no le pueden dar lo que necesita

Diego no puede hablar. Su mamá, Yennifer, lo hace por él. Han luchado juntos en contra del síndrome de Crohn, que apenas hace unos días le fue diagnosticado al niño. A los 6 meses de edad apenas pesaba 8 kilos. Un mes después ingresó en el Hospital de Niños J. M. de los Ríos, donde se encuentra actualmente luego de un ir y venir de San Juan de los Morros, su ciudad natal. Ella explica que la desnutrición que presenta no es por falta de alimentos, sino por la patología. “Necesita comida especial”, indica antes de aclarar que en el centro hospitalario no cuentan con este régimen alimenticio. Le brindaron el menú hipercalórico e hiperproteico por dos días nada más. “Le dan comidas normales, pero no le dan lo que en realidad él necesita”, reitera Yennifer en relación con esta falla en el hospital. Ella decidió egresarlo para llevarlo a su casa en Guárico y prepararle con sus escasos recursos la comida que requiere. A este cuadro se le suma la escasez de medicinas. Diego necesita corticosteroide sintético y no lo ha conseguido en meses.

“Al no darle su tratamiento, le están quitando la vida

Samuel recibió un trasplante de riñón hace tres años. Fue operado en el Hospital J. M. de los Ríos, donde además recibiría su tratamiento de por vida todos los meses. Fue la promesa que le hicieron a su mamá, Victoria, la que se cumplió con regularidad hasta hace un año. Los cuatro medicamentos antirrechazo que debe tomar a diario empezaron a escasear en el hospital en los últimos meses. “La última vez no había nada. Me dicen que ya el pedido se hizo pero no llega”, expone la madre, que no entiende cómo esta situación se les escapa de las manos. Ha recibido ayuda de familiares en el exterior. Ella confía en que se establezca un canal humanitario en el país. “Mientras siga el conflicto, ni para ellos ni para nadie”, señala. Victoria llora en silencio porque no quiere transmitirle a su hijo la desesperación que vive buscando el tratamiento que una vez le prometieron que no faltaría. “Es como algo que te dan y después te lo quitan. Al no suministrarle su tratamiento, le están quitando la vida”, afirma.

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