V_01Junio 01, 2015.-La noticia corrió por el Municipio Sucre como un reguero de pólvora. La gente empezó a salir y a dirigirse a un supermercado vecino donde pueden conseguir algo muy preciado en estos tiempos: papel higiénico. En realidad, tres rollos de papel higiénico son el máximo porque el gobierno del presidente Nicolás Maduro ha impuesto un límite estricto a los compradores.

Entre las personas que se apresuran al mercado está Rogelio Altez, profesor de antropología e historia de la Universidad Central de Venezuela. “Hoy es mi turno porque mi número de identificación termina en el número cuatro”, dijo.

Para prevenir escenas de multitudes desesperadas invadiendo los supermercados, el gobierno dividió a los compradores en categorías en base a sus números de identificación. El profesor Altez cae en el grupo de ciudadanos a quienes les toca el miércoles.

Este intento del gobierno de hacer una distribución organizada de artículos de primera necesidad extremadamente escasos tales como leche, jabón, pasta dental y papel higiénico no siempre funciona bien en muchos lugares de Caracas. La frustración de las personas que malgastan horas y horas de sus vidas en líneas interminables estalla a veces en refriegas y un resentimiento expresado abiertamente en público.

Al menos, así ocurre en el distrito Chacao. “Por supuesto, la cosa se puede poner mucho peor. Todavía no nos estamos muriendo de hambre, pero este gobierno y su política económica fracasada nos están convirtiendo en cabezas de ganado”, afirma Amelia Suárez frente a un supermercado mientras espera horas de pie bajo un sol abrasador. Su niña de dos años dormita en su hombro. Diminutas arrugas aparecen profundamente grabadas en la frente de la bebé, mientras ella trata de encontrar alivio en su siesta.

Esta multitud de aproximadamente doscientas personas ha pasado un mal rato esta tarde. El calor opresivo da paso de pronto a un chaparrón tropical. Algunos se dan por vencidos y se van, mientras que otros abren sus sombrillas. Amelia persevera. “Mi bebé necesita leche y yo voy a hacer lo que tenga que hacer para conseguírsela”, dice ella resueltamente.

El profesor Altez no tiene que esperar mucho tiempo. Cuando llega al supermercado, un empleado le señala un área donde hay unas treinta personas esperando a que se les permita entrar al mercado. El empleado agarra la identificación de todo el mundo para asegurar que nadie haga trampas y desaparece en el interior de la tienda.

Pronto, el empleado regresa y llama un nombre. Una chica de poco más de veinte años había probado suerte y venido al supermercado por segunda vez ese día con la esperanza de conseguir algunos artículos adicionales. El sistema computarizado del supermercado detectó fácilmente su “doble intento de compra”. Le ordenan salir enseguida de la fila, y ella lo hace, con la vista en el suelo y la cara roja de vergüenza.

Una vez que Rogelio entra a la tienda agarra los tres rollos de papel sanitario que le tocan, como casi todos los demás, de las pilas cerca de la entrada. Luego se dirige a las líneas para comprar otras mercancías muy necesitadas, como por ejemplo leche. “¿Cuántos litros de leche nos permiten comprar?”, pregunta a una mujer junto a los cartones de leche. “Ocho”, responde la mujer.

El señor Altez agarra además tres tubos de pasta de dientes y se dirige al cajero. “Fue una buena compra”, dice, satisfecho de que, excepto jabón, él pudo conseguir todo lo que quería.

No obstante, el profesor desahoga su frustración. “Lo que me da rabia es el hecho de que tengo que pasar horas y horas sólo para conseguir papel higiénico. Yo podría usar mi tiempo de un modo mejor, ¿sabe?”, dice, y expresa otro sentimiento que lo invade en ese momento. “Nosotros perdimos nuestra dignidad hace mucho tiempo”, afirma. Algunos caraqueños pasaron incluso la noche a la intemperie para asegurarse un puesto a la cabeza de la fila.

Mientras los venezolanos tienen que pasar mucho trabajo para cubrir sus necesidades más rudimentarias, ellos se enfrentan a noticias sobre los beneficios personales que los políticos sacan de la corrupción. Recientemente hubo reportes noticiosos sobre Diosdado Cabello, el presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela y el segundo al mando en el régimen, y su supuesta participación en el tráfico de cocaína.

La mayoría de los periódicos alegaron que la acusación era una conspiración creada por los estadounidenses y expresaron “el apoyo colectivo a Diosdado”.

Pero esta conclusión a la que llegaron tantos medios de prensa podría ser señal de que el país se desliza hacia una dictadura. La propaganda del gobierno domina la arena pública, mientras que cualquier expresión periodística que critique al régimen actual pasa trabajo para sobrevivir. Por ejemplo, la revista de oposición Tal Cual tuvo que recortar su publicación de cinco días a uno. El último periódico independiente y de influencia que queda es El Nacional. Pero hasta este periódico tradicional y respetado está luchando desesperadamente por mantenerse vivo.

“No tenemos suficiente papel, porque las compañías del gobierno no nos quieren vender ninguno”, afirma Elías Pino Iturrieta, director ejecutivo de El Nacional, en una entrevista. El dice que esta estrategia de “controlar” los medios de prensa críticos por parte de un autócrata o dictador es una herramienta históricamente bien conocida y usada en América Latina.

Pero hay algo más perturbador que preocupa grandemente al señor Iturrieta. “No conseguimos suficientes anunciantes, ya que algunas compañías no quieren que las relacionen con El Nacional. Ellos tiene miedo de que el gobierno tome represalias en contra de ellos”, afirma.

El señor Iturrieta, veterano periodista e historiador, se siente pesimista en relación con el futuro cercano. El cree que el gobierno de Maduro quiere crear, en sus propias palabras, un régimen estilo Tercer Reich. “Ellos dicen que sólo la revolución tiene la verdad absoluta”, añade con gravedad.

Sin embargo, el hecho es que muchos partidarios de la revolución creen cualquier cosa que el gobierno dice en estos momentos. Por ejemplo, a menudo la élite gobernante actual culpa a los “empresarios de derecha” de la falta de artículos de primera necesidad.

“Ellos quieren sabotear nuestra revolución matando de hambre intencionalmente a la gente”, dice una mujer de mediana edad que se presenta a sí misma como Karelys en Petare, un área en Caracas habitada sobre todo por personas pobres. Ella se refiere a la oposición, haciéndose eco de la propaganda del gobierno.

Su opinión está en marcado contraste con la de Amelia Suárez, quien se las arregló finalmente para conseguir la leche para su hija. Amelia dice que, si las cosas empeoran, ella se unirá a las protestas callejeras. Su incentivo podría no ser la falta de pluralismo, sino la falta de leche para su pequeña.

 

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