Un ‘santo’ mexicano para los más desfavorecidos
JUAN DIEGO QUESADA / INÉS SANTAEULALIA México 31 OCT 2013
Los pobres, los indígenas, los que trabajan de sol a sol por un mísero jornal, los que cruzan la frontera jugándose la vida, la gente de la que no se acuerda nadie y un largo etcétera tiene a partir de ahora un nombre que invocar en México. El deAlberto Patishtán.
En un país donde los más desfavorecidos están acostumbrados a perder, Patishtán (1971) se puede considerar finalmente un ganador. El maestro totzil, encarcelado injustamente durante 13 años, ha conseguido que el presidente de México, Enrique Peña Nieto, un personaje casi inalcanzable para alguien de su estrato social, le conceda un indulto especial que marca un antes y un después en la historia judicial del país.
Acaba de nacer la Ley Patishtán en una nación donde existen incontables casos como el suyo. Convertido en un icono de las desigualdad judicial con la que se trata a los pobres, el profesor llevaba años exigiendo un trato digno. Fue condenado a 60 años de cárcel por el asesinato de siete policías en el corazón de la zona del levantamiento zapatista, en una región boscosa de Chiapas. El proceso judicial estuvo plagado de irregularidades. Su tenacidad y el apoyo de multitud de organizaciones sociales que han tomado como propia su lucha influyeron en la decisión del presidente Peña Nieto de reformar el Código Penal y buscarle una salida a su desgraciada historia.
En estos años de prisión, donde ha enseñado a leer y a escribir en el Cereso 5 de San Cristobal a multitud de presos analfabetos que no podían entender sus sentencias, se ha convertido en un espejo en el que mirarse para los parias. El subcomandante Marcos, el ideólogo y líder del Ejército zapatista, un movimiento con el que Patisthán simpatizaba, y los obispos de la zona se volcaron en su defensa. El escritor John Berger le hizo llegar cuatro líneas de una canción de Victor Jara:
“Pongo en tus manos abiertas
mi guitarra de cantor
martillo de los mineros
arado de labrador”.
Todo el mundo giró a verle en ese momento, pero ¿cuántos habrá como Patishtán sentados en el catre de una cárcel por no haber gozado de un juicio justo, sin que nadie se acuerde de ellos?
Muchos. El propio Alberto se ha preocupado por los problemas de los demás. El día que le notificaron en la celda que pasaría el resto de su vida allí, no lloró. En cambio tuvo que secar las lágrimas de los internos que le rodeaban en el patio, agarrados a sus palabras como un salvavidas. Días después recibió a este periódico, en marzo de este año, y recordó esa escena:
-Era una mala noticia pero yo estoy en paz. Me sé inocente. Tuve que consolarlos a ellos, decirles que hay esperanza. No lloren, les dije.
Para entender cómo llegó hasta aquí hay que remontarse al año 2000. Patishtán era un profesor bilingüe afiliado al sindicato de enseñanza. En su municipio, El Bosque, se le consideraba un hombre con carisma, preocupado por la comunidad indígena tzotzil. Fue uno de los que encabezaron las protestas contra el entonces el alcalde, al que acusaban de nepotismo y abuso. Desde la ciudad de San Cristóbal de las Casas vieron el asunto con preocupación y mandaron a una cuadrilla de la policía federal para evitar una sublevación.
La comitiva policial, en una de sus incursiones por esta zona selvática, fue acorralada por un comando fuertemente armado que acribilló a los agentes. En el ataque murieron siete personas y sobrevivieron dos, el hijo del alcalde y un policía. Ambos declararon haber visto al profesor sosteniendo un AK-47, pero más tarde describieron que los asesinos llevaban pasamontañas. Así siguió una declaración tras otra hasta volver incomprensible la acusación. Los testigos a favor de Patishtán, que lo sitúan lejos del lugar de los hechos, nunca fueron tomados en cuenta por el tribunal. La incompetencia de quienes al principio llevaron su defensa hizo el resto.
Su triunfo, tardío pero triunfo al fin y cabo, no se entiende sin la mediación de un hombre menudo con gafas de pasta y ánimo resuelto. Se trata del abogado especialista en derechos humanos Leonel Rivero. Tomó el caso de Patishtán en 2012 y lo llevó hasta la Suprema Corte de Justicia, donde fueron tumbadas todas las alegaciones pese al apoyo de algunos destacados magistrados. Agotada la vía judicial, Rivero optó por la política.
En enero se reunió con el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong. Su intención era tantear la opinión de la nueva administración del PRI que había tomado posesión en diciembre de 2012. ¿Le interesaría el caso al presidente? Antes del encuentro, Jaime Martínez Veloz, la persona designada por Peña Nieto para estrechar el diálogo con los pueblos indígenas y participante en el diálogo de paz con los zapatistas en los años noventa, había preparado el terreno. Su mediación en el asunto sería a la postre de gran importancia. “La voluntad del presidente es solucionar el asunto de Patishtán”, dijo Osorio Chong según los presentes. Pudo haber un utilizado un lenguaje más burocrático, desarrollado por los priístas tras décadas de ostentar el poder, pero la idea era la misma: había que solucionar el problema.
En esas fechas Patishtán se había convertido en un símbolo a nivel mundial de la opresión contra los indígenas. Organizaciones de todo el mundo habían empapelado las calles con su nombre. Convenció a las asociaciones más comprometidas pero también a las más alternativas. En las casas okupas del centro de Madrid se celebraban conciertos en los que se rendía homenaje a Carlos Palomino, un joven de izquierdas asesinado por otro de derechas en las profundidades del metro de la capital de España, y a Patishtán, cuya historia habían escuchado a través de terceros. Se trataba de un indígena oprimido por el Estado en Chiapas, la tierra zapatista. La pelea de ese maestro se libraba en un contexto ideal para el imaginario europeo más izquierdista.
Tras meses de trabajo político se llegó a la conclusión de que el mejor camino era reformar el Código Penal Federal para que el presidente pudiera otorgar indultos a personas sentenciadas durante un juicio irregular. Supone abrir un nuevo cauce que hasta ahora no existía. El Senado aprobó el 23 de octubre la reforma y el Gobierno quiso publicar lo antes posible el indulto. No había tiempo que perder. Patisthán se encuentra en mitad de un tratamiento por un tumor cerebral que desarrolló durante sus años en la cárcel.
El hijo de Patishtán es moreno y tiene el pelo corto. Se llama Héctor. Cuando su padre fue detenido apenas era un niño. Aunque cuando habla utiliza muletillas propias de la lucha social alternativa, el ambiente en el que ha crecido, hay palabras muy claras que le salen directamente del corazón: “¿Que si me importa que mi padre reciba un indulto en vez de ser declarado inocente? Había que derribar el muro de la cárcel, de esta forma o con una excavadora”. También estas: “Mi padre vivirá en el DF o en Chiapas, dependiendo de donde tenga que recibir el tratamiento. Pero no importa, hay injusticias de sobra que combatir en todos lados”. Los olvidados ya tienen quien les seque las lágrimas. Patishtán los ilumine.