El presidente ruso, Vladímir Putin. / SASHA MORDOVETS (GETTY)
El presidente ruso, Vladímir Putin. / SASHA MORDOVETS (GETTY)

El presidente ruso se mantiene firme y quienes desafían su poder acaban encarcelados, perseguidos o en el exilio

El presidente ruso, Vladímir Putin. / SASHA MORDOVETS (GETTY)
El presidente ruso, Vladímir Putin. / SASHA MORDOVETS (GETTY)

La muerte en Londres de Borís Berezovski, el pasado marzo, que pasó de padrino del Kremlin a enemigo público número uno de Vladímir Putin, invita a fijarse en la oposición al líder ruso y en los personajes que la han simbolizado. Mijaíl Jodorkovski, exjefe del imperio petrolero Yukos; Vladímir Gusinski, exmagnate del grupo de comunicación Mediamost; Alexéi Navalny, abogado y bloguero, y Bill Browder, un financiero de origen norteamericano, están entre las personas conocidas que han tenido una relación conflictiva con Putin.

Calificar este elenco variopinto como colectivo de “enemigos” es una simplificación, pero Alexéi Makarkin, del Centro de Tecnologías Políticas de Moscú, opina que “por su forma de entender la política, Putin diferencia entre los suyos y los ajenos y convierte a sus oponentes en enemigos”. Putin admite la crítica, pero solo de los suyos, es decir, de quienes aceptan sus reglas de juego. De los enemigos, fuera de ese terreno, no acepta nada.

El consenso de Putin con los suyos se basa en dos reglas, según Makarkin. La primera es “no apelar nunca a los arbitrajes internacionales, como el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, ni a los medios de comunicación y los gobiernos extranjeros, para dirimir los problemas de Rusia”. La segunda es “no cuestionar el régimen ni desafiar al presidente por el poder”. “Cualquiera que pretenda el poder y tenga recursos propios para lograrlo se convierte en enemigo; si se apoya además en Occidente, es doblemente enemigo”, afirma Makarkin. “En Occidente, el consenso político se basa en la alternancia democrática con la oposición. En Rusia, se aceptan las reglas de juego dictadas desde el Kremlin”, precisa.

Alexéi Navalni. / ALEXANDER ZEMLIANICHENKO (AP)

En los 13 años que Putin lleva al frente de Rusia (cuatro de ellos como jefe de Gobierno) su apoyo social ha menguado, pero aun así es considerable. En marzo pasado, un 57% de los rusos confiaban en Putin, mientras un 35% desconfiaban de él. En mayo de 2008, la relación era de 84% a 12%, según un sondeo del centro Levada. Vladímir Rizhkov, antiguo vicejefe de la Duma Estatal volcado hoy en el trabajo político de base, opina que la oposición rusa subestima el apoyo prestado a Putin desde las provincias, a las que el Kremlin envía un mensaje nacionalista y conservador. El presidente se adapta bien a la glubinka, la Rusia profunda, y al mismo tiempo modula su estado de ánimo por medio de la televisión convertida en propaganda. Estas apreciaciones son reforzadas por otra encuesta del centro Levada, según la cual el 72% de los rusos no oyeron hablar nunca del Consejo Coordinador de la Oposición (CCO), una estructura con pretensiones representativas formada en 2012 al calor de la protesta por las irregularidades electorales. El CCO aglutina a los líderes de la oposición, desde el liberal Gari Kaspárov, el campeón de ajedrez, hasta el izquierdista Serguéi Udaltsov.

En sus primeros años de exilio, Berezovski reiteraba que el régimen ruso estaba a punto de caer, pero Putin mantiene el liderazgo y sus enemigos están asustados, encarcelados, perseguidos o en plataformas de lucha minoritarias y en el exilio. Con todo, los problemas que requieren soluciones modernas y las ambiciones personales de propios y ajenos debilitan al patriarca. Tal vez por eso, este recurre cada vez más a lo que mejor conoce, los métodos de los servicios de seguridad del Estado, la institución donde se formó.

Siendo presidente de Rusia Borís Yeltsin, Berezovski, un cualificado matemático, llegó a poseer un imperio que incluía Avtovaz, la mayor fábrica de automóviles del país, la petrolera Sibneft y la primera cadena de la televisión estatal (ORT). La trayectoria de aquel fabulador exuberante, que llegó a vicesecretario del Consejo de Seguridad y secretario ejecutivo de la Comunidad de Estados Independientes, está jalonada de atentados y muertos. Esta corresponsal le recuerda en una madrugada de 1995, tras el asesinato de Vladislav Lístev, periodista estrella de ORT, cuando la policía registraba su lujosa sede social en Moscú. Berezovski, uno de los sospechosos, sudaba y temblaba mientras los camareros agasajaban a los periodistas-testigo con emparedados de caviar. En la escolta que le protegía estaba ya, como guardaespaldas, Alexandr Litvinenko, el coronel de los servicios de seguridad rusos que más adelante, por orden de su jefe, viajaría a Chechenia para liberar rehenes con unos rescates que, por su generosidad, fomentaban nuevos secuestros. En su libro sobre el padrino del Kremlin, Pavel Jlévnikov escribía que fue precisamente Litvinenko quien, pistola en mano, intentó impedir el registro de los locales de Berezovski. No hubo “otra persona que obtuviera unos ingresos tan cuantiosos del deslizamiento de Rusia hacia el abismo”, opinaba el periodista, asesinado en 2004.

Berezovski fue clave en el nombramiento de Putin para dirigir el Servicio Federal de Seguridad (antiguo KGB) en 1998, cuando los negocios de la familia Yeltsin eran investigados por el fiscal del Estado, Yuri Skurátov. Putin no defraudó las esperanzas puestas en él. Cuando Skurátov se disponía ya a incoar un proceso contra Berezovski y los Yeltsin, la televisión difundió un vídeo mostrando al fiscal en compañía de dos prostitutas. Skurátov fue cesado.

Alexandr Litvinenko. / AP

El protagonismo del hiperactivo Berezovski era un problema para cualquiera que quisiera mandar. El oligarca tuvo que abandonar Rusia y,a medida que su fortuna menguaba, recortó el apoyo que prestó a la oposición en sus primeros años de exilio, cuando aseguraba en videoconferencias que pronto habría una Rusia sin Putin. En Londres lo acompañaba el fiel Litvinenko. Los servicios secretos británicos con los que colaboraba el coronel y exfuncionario de la sección de lucha contra el crimen organizado en Rusia, lo recomendaron a otros colegas occidentales, como los españoles.Litvinenko murió víctima del polonio en 2006 y la policía británica implica en esta muerte a Andréi Lugovói, otro veterano de los servicios de seguridad, hoy diputado en el Parlamento ruso. En el caso muchos ven la lógica de los colectivos implacables con sus traidores.

Putin quería mandar y por esa razón se exilió también el magnate Vladímir Gusinski, que desde NTV, el primer canal privado de televisión, apostó por el alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov, en las presidenciales de 2000. A diferencia de Berezovski, Gusinski dejó la política. Dos días de cárcel en Moscú y la amenaza de traslado a una celda con tuberculosos, lo convencieron para ceder el grueso de sus activos en Rusia. Gusinski obtuvo la ciudadanía española y hoy vive entre Israel, país del que también es ciudadano, y su villa en la Costa del Sol. De momento, no planea volver a Rusia.

De los oligarcas con los que Putin se enfrentó, solo uno se midió con él: Mijaíl Jodorkovski, que, como Berezovski, se benefició de las subastas de privatización de 1994-95. La campaña de acoso y derribo que acabó con la petrolera Yukos comenzó después de que el magnate expresara ambiciones políticas y aconsejara a Putin luchar contra la corrupción en su entorno. Jodorkovski, cuyo imperio fue absorbido por la petrolera estatal Rosneft, fue encarcelado en 2003 y cumple su segunda condena en un penal de Karelia, de donde debe ser liberado en 2014, si es que la justicia rusa no encuentra nueva causa para retenerlo. Tanto si defraudó al fisco como si no, Jodorkovski ha demostrado que no se deja doblegar. Además de artículos, ha publicado una interesante serie de ensayos literarios sobre sus compañeros de cárcel. En la órbita de Jodorkovski está Leonid Nevslin, que vive en Israel, y que es acusado en Rusia de varios asesinatos, por los que Alexéi Pichuguin, su jefe de seguridad, cumple condena de pena perpetua.

Borís Berezovski. / NEIL HALL (REUTERS)

Además de los oligarcas del siglo pasado, entre los enemigos hay gente más joven como Alexéi Navalny, de 36 años. Distinguido en la lucha contra la corrupción, Navalny ha dicho que hará “todo lo posible” para ver en la cárcel a Putin y a los eslabones de un régimen “abominable y ladrón” como Wendy Tímchenko (amigo de Putin dedicado a la exportación de hidrocarburos) o los Rotenberg (dos hermanos favorecidos por los pedidos de los consorcios estatales). Navalny tiene un largo trecho por recorrer. Si lo declaran culpable de un robo de materiales forestales supuestamente cometido en 2009, se verá inhabilitado para la política. Además, solo el 37% de los rusos saben quién es (en abril de 2011 solo le conocían el 6%), y de los que le conocen, solo un 14% le apoyaría para la presidencia, según otro sondeo del centro Levada.

Enemigo político de Putin es Bill Browder, nieto del fundador del partido comunista de EE UU y directivo de Hermitage Capital Management, que fue el fondo de inversión extranjero más lucrativo de Rusia. Browder estaba a gusto en el sistema presidido por Putin hasta que en 2005 le negaron la entrada en Rusia. Tras la muerte en prisión del abogado Serguéi Magnitski en noviembre de 2009, el “empresario implacable” se pasó a la oposición y, como antes había hecho Jodorkovski, envió a sus emisarios a buscar apoyo en países occidentales. En Moscú, le culpan de evasión fiscal, tras haberle acusado antes de ser una amenaza para la seguridad del Estado, lo que algunos interpretan como peligro para los capitales que amasaban los nuevos oligarcas.

http://internacional.elpais.com/internacional/2013/04/20/actualidad/1366494923_369404.html