Marianella Salazar
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Parece que en Venezuela hay quienes se empeñan en que dejemos de creer en
Dios y rindamos culto a Hugo Chávez, que es lo mismo que reverenciar el
miedo y el terror.

Durante estos siete años de revolución “pacífica” ha corrido más sangre que
en Colombia, que superaba con creces nuestros índices de criminalidad, lo
cual ya es mucho decir.

La muerte se nos está incrustando en el paisaje cotidiano. Los mártires se
cuentan por decenas de miles, caen muertos por disparos en la nuca,
acribillados a tiros, ultimados por el hampa o “ajusticiados” por la
policía.

Leemos en la columna de Marcos Tarre Briceño, “No sea usted la próxima
víctima” , publicada en este diario el pasado 17 de abril, que “ocupamos el
primer puesto en la tasa de homicidios por 100.000 habitantes y tenemos los
índices de incremento delictivo más alto del continente”.

Las cifras son espeluznantes para un país que supuestamente no está en
guerra. El sonido de los tiros es casi tan familiar como el de los fuegos
artificiales con los que el oficialismo celebra las nuevas efemérides
patrias del mes de abril.

Haríamos bien en preguntarnos de dónde sale ese odio tan bestial que lleva a
unos cuantos a asesinar a un reportero gráfico que sale a hacer su trabajo,
al empresario, a los niños que van al colegio con su chofer, al cura que
aparece, en extrañas circunstancias, tendido en la cama de un hotel, muerto
por “asfixia mecánica”, o simplemente a cualquier desprevenido que pase
cerca de un cajero automático.

La muerte nos acecha y nos vamos a la cama con la desoladora sensación de
que nuestra historia revolucionaria gasta demasiada sangre, y debemos
detenerla antes de que extermine las esperanzas de nuestros jóvenes. La
convocatoria estudiantil a protestar contra la inseguridad, que logró
acostar a más de 50.000 personas sobre el asfalto efervescente de la avenida
Francisco de Miranda, nos llevó a reflexionar sobre el odio venenoso
inoculado desde las alturas del poder revolucionario.

Allí, tendida con la silueta marcada en tiza, cerca de la plaza Francia,
donde murió asesinada la jovencita Keyla durante la masacre de Altamira, me
vino a la mente la figura del “caballero” Joao De Gouveia, que purga condena
gracias a la oportuna acción de la policía de Chacao, y me vino la imagen
del pistolero de boina roja que segó la vida de Maritza Ron, y que salió en
libertad convertido en un “modelo patriótico” que defendía la revolución y
decidió imponer sus ideas a tiro limpio.

Pensé en todo ese odio asesino, que no es sólo cultural y social, sino
político. En estos tiempos, comerse una simple arepa reina pepiada es un
acto de conspiración, y puede que algún bárbaro le vuele los dientes y los
sesos por traidor a la patria a quien lo haga, y que ese crimen quede impune
para siempre.

La rotación
El tema de la impunidad es demasiado complejo. Diariamente se anulan en
tribunales cientos de procedimientos policiales por ser contrarios a
Derecho. Uno de los problemas es precisamente que la falta de
profesionalización, la mediocridad y la falta de moral de muchos
funcionarios han permitido al narcotráfico y la delincuencia penetrar los
cuerpos de seguridad.

La reciente salida de la Alcaldía Mayor del secretario de Seguridad
Ciudadana, César Verde, por su participación en un procedimiento policial en
el barrio El Observatorio, de Catia, en el cual resultaron muertos varios
ciudadanos y por el que fue condenado, se repite en otros cuerpos
policiales.

Nos llegan informaciones de algunos funcionarios representativos con
prontuario que rotan dentro de los organismos policiales. El actual jefe de
Homicidios del Cipc, Alexander Pérez, “el Chino”, también cumplió condena de
cuatro años en la zona 2 de la Policía Metropolitana por un procedimiento en
el barrio El Observatorio durante el cual fallecieron varios obreros del
INOS. Recibía su sueldo completo y al salir libre trabajó en Investigaciones
de la Disip hasta que fue reingresado a la policía científica como jefe de
Inteligencia, y posteriormente designado jefe de Homicidios, cargo que
actualmente desempeña. El director del Cicpc, comisario Marcos Chávez,
debería responder si es cierto que uno de sus más cercanos colaboradores,
Ramón Silva Torcat, está procesado por un supuesto delito de secuestro y
extorsión (entre 1995 y 1996), y si es verdad que tiene una averiguación
abierta en la Inspectoría del Cicpc, y a pesar de que le expidieron orden de
captura, fue protegido junto con otro funcionario.