La pobreza extrema ha obligado a miles de venezolanos a emprender la huida FOTO CORTESÍA CRÓNICA UNO

Agosto 06, 2018.- Se van en autobús, en aventones y, a veces, caminando. Pero para muchos compatriotas, esas son las únicas escapatorias al hambre e, incluso, a la posibilidad de morir. El signo de la pobreza los marca.

“Huyen del hambre”. Esta es, sin duda, una frase extrema. Pero cuando los venezolanos que cruzaron la frontera con Brasil y que viven en los refugios habilitados por el gobierno de ese país en Boa Vista hablan con angustia de lo que les motivó a migrar, no dicen que fue por trabajo, por conseguir ropa, por huir de la inseguridad, mucho menos por una cuestión de moda o por ser uno más de la diáspora. Dicen que fue por hambre. Una respuesta que no hace más que confirmar lo que ya estudios locales como la Encuesta sobre Condiciones de Vida en Venezuela (Encovi), realizada por las principales universidades del país, han revelado: que 80% de los hogares venezolanos presenta inseguridad alimentaria y 89,4% manifiesta que sus ingresos no les alcanza para adquirir alimentos.

En Venezuela, 6,2 millones de personas, 20% de la población, no desayuna, de acuerdo con los datos presentados en febrero de 2018, por las universidades Simón Bolívar, Católica Andrés Bello y Central de Venezuela.

Aquí, la pobreza extrema aumentó de 23,6 % a 61,2 % en cuatro años y casi 10 % tan solo entre 2016 y 2017. Lo que desmiente, además, las afirmaciones hechas el pasado 15 de enero de 2018 por el presidente Nicolás Maduro, quien, durante la presentación anual de su Memoria y Cuenta ante la ilegítima Asamblea Nacional Constituyente (ANC), según la califica la Unión Europea, afirmó que la pobreza en Venezuela se ubicó en 18,1% para el cierre de 2017 y la pobreza extrema en 4,4%.

Cifras que ratifican, por otro lado, que las consecuencias de la inflación y la escasez hacen estragos en la población, pues 64% de los venezolanos dijo a la Encovi haber perdido 11 kilos de peso en el último año, lo que significa que seis de cada 10 personas redujeron su talla.

Por eso se ven obligados a cruzar la frontera. No se preparan, no apostillan, no venden propiedades. Muchos renuncian a sus trabajos como obreros en las pocas empresas que quedan en el oriente del país, y emprenden una historia agria, que aumenta más sus penas y su crisis social.

Atraídos por los cuentos

Las calles de Boa Vista, ciudad norteña de Brasil, es la que suena como más segura, a pesar de la barrera que impone el idioma portugués. A ella llegan venezolanos de lugares como San Félix, Maturín, Puerto La Cruz, Ciudad Bolívar e, incluso, de algunas zonas centrales como Valles del Tuy y Valencia.

Atraídos por los cuentos de los que emigraron en 2016 y 2017, hombres y mujeres de todas las edades pasan La Línea, entre Venezuela y Brasil. Según la Policía Federal son un poco más de 800 al día.

Una vez allá se encuentran un panorama distinto: Boa Vista es una ciudad pequeña y con pocas ofertas de empleo, que vive del comercio formal y de la administración pública, cargos a los que solo optan los brasileños.

Obreros, profesores, ingenieros y muchos otros sin calificación laboral minan ahora los refugios (ocho en total) y las esquinas de la capital del estado de Roraima.

Desde que amanece se les ve con un cartel que dice “procuro trabalho” (busco trabajo). Se lo pegan en el pecho y con él como instrumento publicitario pueden pasar más de 12 horas esperando “pegar uma diária”, una jornada con la que pueden asegurar 70 u 80 reales.

“En un principio sí salían ‘diárias’ como jardineros, plomeros, obreros. Pero se está poniendo la cosa dura, ya no se consiguen como antes”, contó Yarinson Torres, un hombre de 30 años de edad, quien salió de Puerto La Cruz con la esperanza de poder tener un empleo que le diera lo suficiente para alimentar a sus hijos de 10, ocho, seis y cinco años.

Pasa la mitad del día de una esquina a la otra. El sol y el monóxido de carbono le curtieron la piel y la ropa en estos cinco meses que lleva en la región.

Los dos primeros meses consiguió “diárias”. Ahora está de buhonero, vendiendo un paraguas y un impermeable. Pudo comprar, usada, una máquina para pulir autos, pero no es fácil hacerse de un punto, debido a que decenas de compatriotas se pelean en los semáforos para lavar vidrios por 20 reales.

El propósito de Torres era reunir dinero y regresar a Puerto La Cruz con un buen mercado para sus cuatro hijos.

-¿Te arrepientes de haber salido de Venezuela?

-No. Aunque quiero verlos, me hacen falta, me gustaría traerlos. Ahora, para yo ir, necesito mucha más plata de la que conseguí para venirme. El pasaje de ida, el dinero para la comida y, luego, lo que necesito para regresar. Me vine con 900.000 bolívares y quizás para regresar a mi casa y volver a Boa Vista voy a necesitar, mínimo, tres millones, pues no pretendo quedarme en Puerto La Cruz, allá no puedo ni hacer ‘cositas ricas’ con mi mujer porque me da miedo que salga embarazada.

Muchos de los que están en Boa Vista tienen en mente quedarse dos o tres meses y regresar para ver a sus mujeres e hijos.

Sin embargo, de la ilusión a la realidad hay un buen trecho. Tal es el caso de Luis José Hernández, de 62 años de edad, que tiene cinco meses como migrante, de los cuales dos han sido nulos.

No ha conseguido nada, por ende, no ha podido pagar el alojamiento en el que está y mucho menos ha enviado plata a sus hijos.

Con un bolso tricolor, de esos que entrega el Ministerio de Educación, en donde guardaba la poca ropa que logró llevarse, Hernández pasa hasta 12 horas parado en una redoma en espera de algún trabajo.

Este hombre dejó caer un par de lágrimas por sus mejillas, que dijeron mucho del pesar que siente al no poder tener dinero para pagarle el paquete de promoción de su hijo de 12 años, que va para bachillerato. “Ni los zapatos los tiene. Me vine con la esperanza de conseguir algo. A mí edad no es fácil migrar, y aquí estoy, aguantando la ‘pela’”.

Ese mismo bolso tricolor se observa por doquier: en el puesto de migración de Paracaima, en la carretera, en el terminal terrestre Rodoviaria, en las esquinas, en los semáforos.

En todas las calles de Boa Vista se puede ver a los que han emigrado, los más pobres, que llevan sobre sus hombros el morral tricolor. Incluso lo cargan hasta las venezolanas que se dedican al trabajo sexual. Los que buscan trabajo como porteros, obreros, jardineros, pintores y los que están recogiendo latas en los alrededores de las pocas plazas dispuestas en la ciudad. Una gran mayoría lleva a cuestas el morral de la revolución.

“Son los hijos de Chávez”, dijo una venezolana que tiene ya casi tres años radicada en esa ciudad.

Es la mano de obra más barata la que está migrando estos últimos meses, lo que contrasta con un estudio publicado por la Universidad Federal de Roraima (UFRR), en el que se concluía que la migración venezolana es joven -72% tiene entre 20 y 39 años- y de alta escolaridad.

Adriana Sifontes, que sí está en el rango de edades, pues tiene 28 años, salió de Anaco, poblado del oriente del país, así, sin nada. Solo llevaba encima la cédula de identidad, sin títulos que la acrediten y contando solo con sus manos y pies para trabajar.

Es la segunda vez que llega a Boa Vista. La primera, este mismo año, estuvo dos meses. Llegó a la plaza que nombraron Simón Bolívar, que sirvió de cobijo a más de 1.500 venezolanos.

Se rebuscó con el trabajo informal y pudo reunir plata para hacerle un buen mercado a sus hijos de uno, tres, cinco, nueve, 10 y 11 años.

A sus 28 años tiene seis hijos y también un embarazo de dos meses. Hace un mes llegó de nuevo a Boa Vista. Tardó seis días para atravesar a pie la carretera de 220 kilómetros.

La huida de los venezolanos contempla, ahora, ese esfuerzo de hacer cinco o seis días de caminata, de dormir en el monte sobre una sábana o un paño y de aguantar hambre o sed, por el propósito de llegar a Boa Vista.

Por el camino se ven pidiendo que alguien los lleve o mostrando potes vacíos para que los que viajan en carros se los llenen de agua.

Llegan a La Línea pidiendo colas, como contaron los indígenas warao, y de ahí en adelante lo echan todo a la suerte.

Esa suerte fue a la que se aferró Graciela Hernández. Dejó a su esposo y a sus hijos en Puerto La Cruz, además de su trabajo como manicurista.

Ahora se dedica a pedir trabajo en el punto conocido como “redoma de Guayana”. “No hubo la manera de que sacara a mi familia adelante. Últimamente, comíamos casabe. Me vine en carro con unos amigos y ahora me paro aquí, a ver. Vivo en una habitación y allí dormimos seis personas y tenemos un solo baño. Yo duermo en una colchoneta, pero quiero conseguir trabajo para ver si me traigo a mi familia”, dijo. Mientras tanto, ese trabajo nunca llega.

-¿Qué piensas de Venezuela?

-No me preguntes… me dan ganas de llorar.

La vida en un refugio

INFOGRAFÍA: MILFRI PÉREZ/ CRÓNICA UNO

Una vez en Boa Vista, se instalan en las plazas o tratan de entrar a los refugios. Hay uno específico para los waraos, que recibe la cooperación de las embajadas de Canadá y Acnur, y también hay un galpón para los hombres solos, que está administrado por los militares brasileños. El resto de los albergues es para familias.

Sifontes no quiso entrar en ninguno. Aún con su estado de gravidez, optó por quedarse en la calle.

Con otras familias, vive en lo que parece ser un estacionamiento al frente del terminal terrestre. Sobre montones de bolsos y de sábanas tendidas ella descansa una jornada “a pérdidas”. Ese día no encontró la “diária”.

“Ya me quiero ir. No sé nada de mis hijos, pero cómo me aparezco allá sin comida. La primera vez me fue mejor. Uno vendía cosas en los semáforos. Ahora hay muchos venezolanos en la calle”.

Su aseo personal lo hace en el baño del terminal, ya cuando cae la tarde, o detrás de la operadora de transporte, donde hay unos chorros y nadie la ve.

Los que deambulan de un lado para otro dijeron que los brasileños los llaman “pilantra”, que significa malandros, o “porra”, mierda.

Los que recogen latas dicen que por un saco les pagan 20 reales. Los que logran alquilar casas tienen que cancelar entre 400 y 500 reales. Hasta 20 personas pueden meterse en una pieza para repartirse los gastos mensuales.

Un pollo puede costarles 12 reales. Y con eso come una familia de cinco o seis personas.

Según el teniente coronel Filho Souza, a cargo de la Operación Acogida, que atiende a los migrantes venezolanos, hay 3.200 personas en situación vulnerable. En ese grupo destacan 52 mujeres embarazadas.

Por tanto, la operación garantiza asistencia médica y alimentación únicamente a la población en refugio.

“En los hospitales nos reciben, aunque en ocasiones uno siente el rechazo. Dicen ‘ah, otra venezolana’. Sin embargo, nos colocan los tratamientos”, comentó Sifontes.

La mayoría de los que están llegando a esta ciudad, la última al norte de Brasil, no tienen información básica para sobrevivir y, además, llegan enfermos.

De hecho, y eso se conoció por las evaluaciones clínicas que levantan en los albergues, hay casos de sarampión, tuberculosis, VIH-Sida y desnutrición.

Quienes más enfermos están son los waraos, que para la fecha de publicación de este seriado todavía sobrevivían a un brote de varicela.

Necesidades a granel

Alba González, coordinadora del refugio Fraternidad sin Fronteras, que es un terreno plano donde se organiza a las familias en carpas, dijo que tienen 250 personas adultas y 70 niños, y comentó que detectaron una gran necesidad de atención psico-social, pues muchos de sus integrantes sufren bajas psicoemocionales, resultado de abandonos intelectuales, emocionales, morales y psicológicos.

Señaló, además, que se enfrentan a una lengua y cultura diferente, y que no hay garantía alguna, por ser extranjeros, de matricular pronto a los niños venezolanos en las escuelas locales.

Esa dificultad es un lugar común para el que está dentro y fuera de un refugio. No hay cupos en los planteles y los niños pasan el día deambulando con sus padres que buscan empleos.

“Aquí hemos tenido días duros. Hay semanas en las que solo reúno 50 reales. Mi esposa está embarazada y tenemos un bebé. Estuvimos tres días en las calles. Llegamos al refugio Fraternidad sin Fronteras y estamos mejor. A mi esposa la ven en el hospital y contamos con las tres comidas diarias”, expresó Javier Villarroel.

Él sale todos los días a buscar una “diária”, es soldador. Sin embargo, lo que consiga es bueno, pues tiene que ayudar a su mamá y a su hermano que quedaron en El Tigre.

Los venezolanos en Boa Vista pagan transporte público: 3,5 reales. Aunque hay cuentos de conductores que no los dejan subir a las unidades: “los venezolanos no”, dicen. También se mueven en bicicletas.

“Pero esas bicicletas todas son robadas. Aquí muy pocos han podido comprarlas. Necesitas tener el papel de la cartera de trabajo, para que te las vendan”, refirió Luis José Hernández, quien, en cinco meses en los que ha pasado hasta 12 horas en la calle, lleva el pulso de cómo socialmente se desenvuelven sus compatriotas.

“Pagamos justos por pecadores”, lamentó. (Publicado originalmente en Crónica Uno)

http://correodelcaroni.com/index.php/nacional/item/65145-venezolanos-salen-con-una-mano-adelante-y-otra-atras