Marzo 26, 2018.- Desde que se cruza la frontera en San Antonio, aparecen los letreros del régimen. Advertencias concretas que de violarse, son castigadas. Foto: Diego Pérez.

A 680 kilómetros de esa línea divisoria entre Colombia y Venezuela, Naycore Gallango, instrumentadora quirúrgica de 37 años, empaca en su maleta roja los uniformes de enfermera, algo de ropa, zapatos, objetos de aseo personal, una batidora eléctrica, dos libros de cocina, un budare para hacer arepas y dos bolsas de harina pan.

En un morral negro guarda todos sus documentos legalizados, apostillados y el pasaporte cuyo trámite le costó 100 dólares, unos 21 millones de bolívares. Si un venezolano tuviese todo ese dinero en el banco, sacarlo le implicaría ir 215 veces a la entidad financiera, porque solo pueden retirar hasta 100.000 bolívares al día.

Es morena, alta y bonita. Más joven fue modelo de ropa. Vive en Valencia, capital del estado Carabobo con sus tres hijos, su marido y su madre. Habitan un apartamento otorgado por el programa Misión Vivienda del gobierno de Venezuela. Está lista para hacer el viaje por carretera hasta Lima, Perú. Gregorio Medina, el médico cirujano con quien comparte su vida, no lo está.

“Todavía falta algo”, le dice su madre, también enfermera. Está terminando de coser las pretinas de los pantalones de Naycore, que convirtió en bolsillos falsos para que esconda los dólares. “Es un viaje largo y desconocido”, reflexiona.

Runaylis, de 17 años, Róger de 7 y Ronald de 6 se abrazan a la abuela, también enfermera, mientras ven alejarse a su mamá por el pasillo de la estación de buses. Ella lleva un pantalón blanco y una camiseta tipo polo gris. El adiós es temporal. “Nos veremos dentro de dos meses”, dice. Sube las escalinatas del bus. Deja en suspenso su pasado y también su presente.

La enfermera de Valencia no va sola. La acompaña José Ángel Servén, un chico que encontró una forma de empleo en la creciente crisis migratoria, la primera que ha provocado la salida en masa de su país de millones de venezolanos en toda la historia. “Yo acompaño a los viajeros y me aseguro de que aborden el bus que desde Cúcuta los lleve a su destino final, por eso me pagan”. José ahorra el dinero para salir de su país. “Pero aún guardo la esperanza de que las cosas mejoren”, dice.

A Colombia han entrado 550.000 venezolanos, pero las cifras de Migración no pueden cubrir el subregistro de los que simplemente van en tránsito porque no ven en Colombia oportunidades de empleo. Naycore estuvo del 30 de julio al 1.º de noviembre del 2017 en Medellín con su esposo y los dos hijos menores, pero como la universidad en la que estudió en Venezuela no le expidió su certificado de internado rotatorio con el número de horas cursadas, no pudo conseguir trabajo como enfermera en Colombia.

Naycore y José abordan el autobús de Valencia hasta San Cristóbal a las 4:00 de la tarde del martes 30 de enero. Doce horas tardará el recorrido. Se cuentan sus vidas en voz baja. Él es un joven casado, con dos hijos que alimentar. Vive en un país que se derrumba a pedazos. La primera noche del que será un largo recorrido está llena de lágrimas. A ella la vencen el cansancio y la rabia contenida contra el gobierno de Nicolás Maduro.

Más de 4 millones de venezolanos han huido de su país, según estimaciones de académicos que dicen que la diáspora comenzó desde el mismo momento en que Hugo Chávez asumió el poder. Tímidamente los primeros en salir fueron los empresarios con sus familias. Hoy, la población en general.

Estación 2: San Cristóbal

Los billetes son un juego para los abuelos en San Cristóbal. No alcanzan para nada más que para el entretenimiento. Foto: Diego Pérez.

La terminal de San Cristóbal, capital del estado Táchira, es un muladar. De la ciudad comercial habitada por cientos de colombianos que hicieron dinero y compraron propiedades en la época del bolívar fuerte, queda el recuerdo. Los grandes almacenes del centro cierran a las 4:00 de la tarde. En el parque central de San Cristóbal dos ancianos juegan cartas con un fajo de billetes de 300.000 bolívares. El dinero no alcanza ni para una cartón con 30 huevos, pero sí para hacer carteras, souvenirs que venden en los paraderos de buses. “Esto se llama monopolio”, dice el abuelo desdentado mirando fijamente a la cámara.

En las paredes de los edificios se lee “Diálogo es traición”. Es la advertencia clara y fuerte de la oposición más radical a no dialogar con el gobierno de Maduro. No podemos tomar la foto porque una patrulla de la guardia se aproxima. El carro acelera. Perdemos a la patrulla. En Venezuela la gente se abstiene de tomar selfies, ya que si algún bolivariano sale detrás teme ser intimidado por quien no está de acuerdo con el régimen. El Gobierno expidió una ley del odio que solo aplica para enjuiciar a quienes están en contra de Maduro y protege a sus seguidores.

En los barrios hay decenas de casas con avisos de se vende. Los precios se han desplomado y una casa o apartamento cuesta 4 veces menos que su valor real. La crisis obliga a los migrantes a abandonar sus propiedades y a quienes ven en ello una oportunidad, a comprarlas. Una mujer que abandonó su profesión de comunicadora y hoy se dedica al negocio de finca raíz, dice que sus mayores clientes son compradores que pagan en dólares. ¿Una inversión a largo plazo?, quizás. ¿Quién está detrás de ello?

Los perros no ladran, están flacos y sarnosos. El muchacho que vende café en la terminal de transportes se queja porque nadie le compra. Los hombres de la guardia apuntan con linternas directamente a los viajeros acurrucados debajo de cobijas de superhéroes. La utopía de la salvación.

Son las 4:30 de la madrugada del miércoles 31 de enero y en una hora han salido de la terminal de San Cristóbal 13 buses con destino al paso fronterizo en San Antonio. En uno abordaron Naycore y José. Ella comienza a notarse nerviosa.

Hace frío. La migrante se pone un gorro de lana de alpaca y recuesta su cabeza en la ventanilla del bus. El recorrido dura una hora y durante ese tiempo hubo que sortear tres retenes de la guardia venezolana. Un hombre armado y malencarado mete la mano en el bolso de la periodista hasta exhibir su ropa interior. Se burla. Otro guardia recibe unos billetes de un colombiano aturdido que va con su pequeña hija de no más de cinco años.

Tercera estación: Paso fronterizo, Venezuela-Colombia

Miles de venezolanos huyen de su país a diario y atraviesan el puente Simón Bolívar en la frontera con Cúcuta. Mirada al piso y silencio caracterizan la marcha de tristeza. Foto: Diego Pérez.

Los que están en el paso fronterizo no visten pijamas de rayas, pero llevan el desconsuelo tatuado en la piel. Son las 5:00 de la madrugada. Está amaneciendo, pero la luna aún acompaña a los migrantes a hacer una ordenada fila que hiere. Avanzan lentamente hasta la ventanilla donde sellan el pasaporte de salida de Venezuela. Naycore enfrenta la mirada escrutadora del guardia que a esa hora come arepa y toma café. Tiene regadas migajas en su barba escasa.

A los lados de la fila hay tantos hombres del Ejército como migrantes. “Míralos, se van del país a encontrarse con la pobreza”, dice uno de ellos. El compañero lo mira con cara de desconcierto. Sabe que ellos no son la excepción de una realidad inobjetable: ganan en bolívares y gastan en dólares. Así es hoy la economía venezolana y no hay quién superviva en medio de una inflación que supera el 2.500 %

La romería avanza con la cabeza gacha por el puente Simón Bolívar para cruzar a Villa del Rosario, Cúcuta. “No mires a la guardia. Ni se te ocurra mirarlos”, le dice un muchacho a Naycore. “Ey tú, papeles”, le grita un guardia a un chico que lleva la gorra del tricolor y las estrellas. Una mujer que va a su lado con una camiseta estampada con el nombre de James, el jugador de fútbol colombiano, le suelta la mano y acelera el paso. “No hay que voltear atrás, es mejor no hacerlo. Él se las arreglará”, dice la muchacha. Es su novia.

El sol despunta y el paso fronterizo está abierto a partir de las 6:00 de la mañana. La metáfora es la del campo de concentración y los que salen se salvaron momentáneamente. Los que se quedan, son los resistentes que esperan un milagro.

Había cuatro formas para no morir de hambre en Venezuela: ganar en dólares, muy pocos tienen ese beneficio; hacer parte del cuerpo militar y del Gobierno; tener familiares en el exterior que envían remesas; o robar. “En Valencia no podías dejar el apartamento solo. La gente entraba y asaltaba las neveras”, cuenta Naycore.

Ahora hay una quinta: migrar por turnos. Las familias organizan cronogramas. Cada seis meses sale un miembro de la familia a trabajar a cualquier país latinoamericano. Ahorra, vuelve con dinero y con lo del tiquete para el que sigue en la lista.

¡Guayaquil, Lima, Santiago, Buenos Aires! Los gritos ofreciendo tiquetes reciben a los migrantes del lado fronterizo colombiano. Carlos Ozuna lleva aretes negros y tiene ojos verdes. El catiro venezolano ofrece tiquetes a todas las capitales de América Latina. “Todo es mejor que Venezuela, el país de mis padres, ya no es el mío”.

José, el agente viajero informal que acompaña a Naycore, ya tiene todo bajo control. Paga los 130 dólares que cuesta el tiquete a Guayaquil y la acompaña a sacar el sellado del pasaporte en Migración Colombia. Es una turista en tránsito.

La flota JM JM despacha desde una casa de dos pisos. En la segunda planta hay dormitorios y baños revolcados por el desorden y el desaseo. A las 8:30 de la mañana la fila para organizarse llega hasta el primer piso. Las bocinas de los buses comienzan a alertar los despachos. Uno a uno llaman a cada pasajero para suscribir una póliza de seguro, exigir el pago de $2.000 por una estampilla, lo que equivale a unos 80 centavos de dólar.

Marcos Romero, de 58 años de edad, le dice en voz baja al despachador: “Pana, solo contaba con los 110 dólares del tiquete hasta Tulcán, Ecuador, no tengo más. Tendría que cambiar los dólares y voy corto. Ayúdame, chamo”. El despachador, colombiano, lo insulta con la mirada. Una mano caritativa le pasa un billete de $ 2.000 a Marcos. “No se preocupe”, páguele para que no pierda el bus”. “Gracias catira. En todos lados hay ángeles”, responde él.

Naycore se despide de José Ángel con un abrazo. La flota JM JM le reconoce a José $ 25.000 COP de comisión por vender el pasaje de Naycore, unos 9 dólares. Él también quiere irse a Guayaquil pero debe reunir 1.200 dólares para los pasajes de sus dos hijos, su esposa y los trámites de pasaporte. Necesita por lo menos 130 clientes más.

Naycore Gallango, enfermera, deja atrás a su país. En territorio colombiano comienza la construcción del sueño por un mejor futuro para sus tres hijos. Foto: Diego Pérez.

Cuarta estación: Puerto Boyacá, Colombia

Los migrantes adormitados escuchan ráfagas de metralletas. El paso es por Puerto Boyacá y la película que se emite en los televisores del bus es “Zona de combate”. El sonido es como el de un mal sueño. Arriban a este punto de la geografía colombiana, en el Magdalena Medio, conocido en el pasado como la capital antisubversiva de Colombia.

Han recorrido 476 kilómetros entre Cúcuta y Puerto Boyacá, que se suman a los 680 km andados desde el martes 30 de enero cuando Naycore partió de Valencia.

Son las 10:00 de la noche del miércoles 31 y la mujer está mareada, llorosa, no le provoca comer. Se toma el tercer analgésico para el dolor de cabeza y el segundo para el mareo. Pide un caldo de costilla y apenas si lo prueba. Comienza a hablar.

“Un día que regresé de trabajar, mi hijo Ronald me hizo una pataleta porque no quería plátano sancochado. Me preguntó cuándo iba a comer arepa otra vez, pues. Otro día el más pequeño, Róger, me dijo –¿Mamita, cuándo vas a volver a hacer una gelatina de colores con crema de leche?–. Runaylis, me contaba todos los días que se estaba quedando sin compañeros de clase, sin profesores. Todos se habían ido. Una noche le dije a mi esposo, Gregorio: no más, me voy a buscar un mejor futuro sin tantas privaciones para mis hijos”.

Naycore estudió el bachillerato en Valencia, hizo la licenciatura en Enfermería en la Universidad Rómulo Gallegos en San Juan de los Moros, capital del Estado Guarico, y un diplomado en instrumentación quirúrgica en la Universidad de Carabobo. Le siguió los pasos a su madre, quien le ha dedicado 38 años de su vida a la enfermería. “Ella hizo de mí lo que soy, y también mi esposo, cirujano”. Gregorio llegó a la vida de Naycore luego de dos matrimonios y cuatro hijas, una de ellas migró a Miami, dos viven en Medellín y una se quedó en Caracas porque su esposo es piloto y gana en dólares.

El conductor del bus grita: “Vamos a saliiiiirrrr”. Naycore se apresura al baño a lavarse la cara, se sienta en la silla 27, cierra los ojos. Se le quitaron las ganas de seguir conversando.

El amanecer del jueves 1.º de febrero llega entre lomas empinadas. A lo lejos titilan cientos de luces. “¿Por dónde vamos?, pregunta. El paso obligado es Pereira y de ahí rápidamente a Cartago, Valle. Saca el teléfono celular y toma fotografías. Está de mejor ánimo y pregunta si estamos cerca de la tierra de la salsa, justo cuando pasamos por los cañaduzales. A ella le gusta bailar, cuenta.

El desayuno en el autobús es a base de galletas festival y gaseosa. Manuel Ortiz, ayudante del autobús de placas XVO-752 de Florida Blanca, informa que se detendrá en Santander de Quilichao, y que para eso faltan unas tres horas.  El eco del cansancio se oye en el bus.

El pasajero de al lado, Luis Valero, se quedó sin carga en el celular. “¿A usted le funciona?”, pregunta. Quiere hablar, necesita hablar de algo tras 24 horas de viaje entre Cúcuta y el Valle. Luis pregunta sobre Colombia, cuánto es el salario mínimo, si es fácil o difícil conseguir empleo. “Tengo un primo en Barranquilla que quiere que me vaya para allá, pero a mí me han dicho que acá la cosa es muy dura, entonces mejor voy a probar suerte a Quito”, dice.

Tiene manos grandes y piernas largas que no logra acomodar en el espacio limitado entre los asientos del bus. Pregunta qué hora es. Tiene dos hijos que se quedaron en Barinas junto a la esposa. “Esto me duele mucho, pero no tenía otra opción”. Luis cuenta que sabe oficios varios. Se queda callado un rato, respira y se descarga: “Fui de la guardia, pedí la baja, no me la dieron pero igual me salí a probar suerte. Si seguía allí me iba a morir no solo de hambre, sino de pena moral”. Toma otra bocanada de aire. “No le diga a nadie que soy policía”. Volvió a guardar silencio.

Colombia le ofrece a Naycore un contraste paisajístico bello, pero no calma su tristeza; su cansancio por ser una migrante más que sale de una nación que se cae a pedazos. Foto: Diego Pérez.

A las 11:00 de la mañana el autobús arribó a Santander de Quilichao, Cauca. Los migrantes bajaron agotados. No habían probado bocado desde la noche anterior. El conductor del bus repartió unas fichas para el almuerzo y advirtió que también les servirán para tomar las duchas.

Naycore y Daniela Hernández, una tatuadora de 23 años que va a probar suerte en Machupichu, Perú, donde tiene una hermana, entraron a la primera habitación. El dueño del hotel-restaurante ordenó déspota y claro: “Los cuartos son para que entren al baño, se duchen rápido y se cambien sin demora. Hay unas camas, pero no para que hagan siesta ni dejen reguero”. Las chicas venezolanas se miraron. Sintieron herida su dignidad.

Una vez en el restaurante la mesera se acercó y les dijo amablemente hay pollo frito y carne. Marbelis Graterol, ingeniera informática de 26 años, abrió sus ojos sorprendida: “Hace mucho no como pollo. Eso en Venezuela es un lujo”. Tiene una hija de 3 años, Giselle Isabela. “Ella me habla por teléfono y me dice –¿mamita estás trabajando?–”. Leonardo Pineda, ingeniero mecánico de 25 años y Naycore, se miran con tristeza. “Tengo hambre, pero me cuesta comer sabiendo que atrás dejé a mi familia que no tiene suficientes alimentos”, dice Leonardo.

Quinta estación: Pasto, Colombia

Durante 36 horas, 35 migrantes venezolanos, un ecuatoriano y dos colombianos recorrieron 1.342 kilómetros. A las 10:00 de la noche del jueves los primeros tres venezolanos llegan a su destino final, una ciudad fría, Pasto, en la que se come un plato que juraron no probar porque les impresiona, cuy.

Ehileris Vargas, de 23 años, está embarazada, recoge su almohada y levanta la mano en señal de despedida. La sigue su esposo, Francisco Araújo, asistente del Tribunal Supremo de Justicia y su cuñada Milagros Torres, de 39 años, oficinista, madre de 3 hijos.

En Pasto tienen una amiga que los espera. Migraron porque temían que Ehileris no recibiera una buena atención a la hora del nacimiento del bebé. “En Los Teques, Miranda, no hay hospitales o clínicas que tengan medicinas. Si quieres atención tienes que llevarle al médico desde una jeringa hasta un antibiótico. Y no hay de dónde sacar la plata para comprar eso”, dice la chica, quien antes de quedar embarazada trabajaba como secretaria.

Milagros mira en el teléfono celular las fotos de sus hijos. Se seca las lágrimas. “Qué difícil es pensar en el futuro”. Sale del bus. Las miradas de los migrantes que a esa hora estaban despiertos se dirigen a la ventana para observarlos hasta que se suben a un taxi que arriba al paraje de niebla y montaña donde se encuentran.

El conductor arranca y se escucha un grito: “¡Esperen esperen, falta la chama embarazada, esperen!”. La frase es de un pasajero que iba dormido, se levantó aturdido, vio sillas vacías y recordó a la embarazada. “Cálmate pana, ellos se quedaron en esta ciudad colombiana en donde seguro encuentran lo que se nos perdió a nosotros en Venezuela”, respondió José Aranque, chef.

Sexta estación: Rumichaca, Frontera Colombia – Ecuador

Una larga fila espera a los migrantes al cruzar de Colombia a Ecuador. La guardia es hostil. “Hagan la fila, no están en su país”, les dice un policía ecuatoriano. Foto: Diego Pérez.

Hasta aquí llegamos nosotros. Entréguenme los pasaportes y no se bajen del bus”, dice el ayudante Manuel Ortiz. Desconfiados, le entregamos los documentos. Diez minutos después la desobediencia gana y uno a uno los migrantes comienzan a bajar. El conductor, Miguel Mantilla, no ve problemas en abrir las cajuelas y entregar los equipajes.

Los cambistas de moneda se acercan con los fajos de dólares a ofrecer cambio “a 27” ($ 2.700 COP). Los migrantes han pasado de bolívares a pesos colombianos y ahora a dólares ecuatorianos. Isaac Castro, de 64 años, de Manta, el único ecuatoriano que venía en el bus, sugiere que lo mejor es ir a una casa de cambio. “Él tenía razón, allí me cambiaron a 2.850”, les cuenta a los migrantes María Mella, venezolana. Va a Santiago de Chile.

La temperatura baja hasta los 8 ºC. Los pasaportes llegan media hora después y los migrantes atraviesan a pie el puente internacional. “Bienvenidos a Ecuador”, se lee en el aviso. Los recibe una fila con 376 personas que esperan lo mismo, el sellado del pasaporte para entrar al país. Bebés, mujeres, adultos y ancianos están arropados desde la cabeza hasta los pies. Por el acento, todos son venezolanos. “Dios mío, Venezuela va a quedar como un país fantasma”, dice Naycore.

–El salario mínimo mensual es una burla, chama, habla Yunaira Martínez en la fila.

–Pero el Gobierno dice que todo está bien, que nadie sufre. ¿Y entonces por qué nos vinimos a aguantar frío y a probar suerte? Seguro lo inventamos, dice Luis Valero

Dos chicas venezolanas caminan en busca de un baño. “No te preocupes, ya vendrán por nosotros y pronto estaremos trabajando como lo garantizó el hombre que te dije”, menciona una rubia de ojos verdes, alta. La otra luce nerviosa, de unos 20 años. La señora mayor que asea el baño y cobra por el uso 25 centavos de dólar, interviene en la conversación.

–¿Y qué trabajo les prometieron?

–Primero vamos a Quito, allí estaremos unos días y luego nos dirán qué ciudad del mundo ofrece trabajos bien pagos, responde la rubia.

–Tengan cuidado, a las venezolanas bonitas se las roban, les dice la señora mayor.

La chica más joven, delgada, morena, de cabello castaño y largo, palidece.

Las muchachas toman su lugar nuevamente en la larga fila de migración.

–He oído a varias decir lo mismo y mi esposo me dijo que hay gente dedicada a eso de trata. La señora mayor le lanza la frase a la periodista.

A las 12:00 de la noche Naycore llega a la cajilla de sellado. La temperatura es de 3º C. No hay café. Hay que esperar otros 30 minutos hasta que comiencen los despachos a Tulcán.

Séptima estación: Tulcán, Ecuador

“Te amo”, le dice la chica a su compañero. El cansancio los vence. El frío golpea duro a todos los  venezolanos que comienzan su periplo por Ecuador. Foto: Diego Pérez.

La primera imagen que tienen de Tulcán, es la de cientos de compatriotas que huyen como ellos. No hay espacio dónde acomodarse. El frío es intenso y los ayudantes de buses, hostiles. Un ecuatoriano que trabaja en la terminal se pelea con un colombiano y cierra el baño. “No lo voy a abrir porque lo dejan sucio. Ellos no están en su país”.

En Tulcán se fragmenta al grupo de los 35 migrantes. 20 van a Lima, Perú; 8 se quedan en Ecuador; 3 van a Buenos Aires, Argentina y 2 a Santiago de Chile.

Una mujer que vende tiquetes dice que el trasbordo de la flota JM JM que llevará a los ocho migrantes de Tulcán a Quito se fue y regresa más tarde. Tardó cinco horas. Durante ese tiempo los migrantes se acomodaron en el piso y en las pocas sillas vacías. La despachadora de buses a quien se le consultó sobre la hora de partida simplemente se encogió de hombros.

Son las 5:00 de la madrugada y los migrantes juraron no quejarse. “Es mejor no decir nada. Qué tal que no nos saquen de aquí hoy”, reflexiona Naycore. A las 5:27 los ocho subieron a un bus rumbo a Quito, no sin antes pelear los cupos con otros venezolanos que llevaban dos días con los huesos entumidos del frío, esperando salir de Tulcán. Por la carretera Panamericana anduvieron 244 kilómetros y solo hubo una parada. Al baño.

En Quito, capital de Ecuador, otra despedida. Allí se quedó Luis, el policía. Está asustado. “La patria es grande, como decía Bolívar”. A Guayaquil solo van Naycore y cinco migrantes más.

Octava estación: Guayaquil, Ecuador

Gustavo, hermano de Naycore, la recibe en el terminal de Guayaquil. Llegó allí hace seis meses. A la fecha de esta publicación volvió a emigrar, esta vez a Santiago de Chile. No ha podido reunir dinero para ayudar a su esposa e hijos. Foto: Diego Pérez.

A las 9:00 de la noche del viernes 2 de febrero Naycore se funde en un abrazo con Gustavo César Gallango, su hermano mayor, de 41 años, que también emigró de Venezuela en busca de un nuevo hogar para su esposa y cuatro hijos. “Llueve fuerte en Guayaquil desde hace cinco horas”, la reciben él y sus ojos tristes.

Gustavo no ha llevado una vida buena en Ecuador. Llegó hace seis meses, se empleó como soldador, ahorró para comprar sus herramientas de trabajo y lo robaron. Se cambió de la pensión donde vivía y se fue al sur de la ciudad. El trabajo es inestable. “Me voy a Santiago, un compadre allá me dice que pagan mejor”. El pasaje a Chile le cuesta 250 dólares. Le contaron que si acredita su discapacidad, tiene una prótesis en lugar de su pierna derecha, obtendrá una rebaja del 50 % del tiquete.

Se va con Naycore a su reducida habitación en la pensión. La muchacha quiso comprar su tiquete esa misma noche para irse a Lima, pero no había cupo. Acomodan las maletas en una esquina del cuarto, tiran una colchoneta en el piso y hablan hasta dormirse. Naycore está agotada, triste. Apenas si es consciente de lo ruda que puede ser la vida que le espera.

Amanece. Es un sábado húmedo en Guayaquil. Naycore se lava con un menudo chorro de agua en un baño desvencijado que comparten 18 personas en la pensión donde vive Gustavo. Se cambia de ropa, toma sus maletas y sale a la terminal de transportes de Quito. “No puedo esperar más para irme, manito. Tengo que llegar a Perú y presentarme el lunes en un posible trabajo”. Al tiempo que le habla, le toca la cara con cariño.

La terminal de buses de Guayaquil es un hervidero humano. Las empresas de transporte no dan abasto para los cientos de venezolanos que se acercan a comprar tiquetes a Tumbes, Perú, línea fronteriza con Ecuador.

“La clave es llegar ahí para tomar la ruta a Lima, chama”, le explica un profesor de natación de Caracas a Naycore. Se asume un migrante del mundo. A comienzos del año 2000 se fue a Madrid, de ahí regresó a Caracas creyendo en el sueño bolivariano de la igualdad, pero cuando el hambre comenzó a tocar a su puerta de hombre soltero, emigró a la Isla Margarita en donde se empleó en un hotel limpiando piscinas. “Ahora estoy aquí con tan solo 150 dólares en el bolsillo, rogando pa’ que me alcance hasta Lima”, cuenta y se sonríe.

Doce dólares cuesta el pasaje a Tumbes, son 270 kilómetros más de recorrido para luego sumarle otros 1.270 hasta Lima. Un hombre alto, de Maracaibo, acapara la taquilla con una bolsa de pasaportes en la mano. Compra los tiquetes de todo un bus.

–Tenemos que cerrar hasta que nos informen sobre la disponibilidad de otro bus, anuncia la señora guayaquileña de ojos rasgados, robusta, de pelo negro y pequeña estatura.

La paciencia se esfuma a las 10:00 de la mañana en la fila de la terminal. Los pasajeros se rebotan. A las 11:00 retorna la esperanza.

–El próximo autobús a Tumbes sale a las 3:00 de la tarde para los interesados, dice la despachadora.

El júbilo se nota en las caras de los viajeros cansados. Gustavo está triste.

–Ten estos 100 dólares manita. Llévatelos a Lima que los vas a necesitar, dice Gustavo.

–Pero tú también necesitas plata. Yo veo que la estás pasando muy mal, responde Naycore.

–Esta semana me va a salir una buena paga por un trabajo grande que hice. Llévatelos que a las mujeres de verdad les toca más duro. Yo lo he visto. Yo sé por qué te lo digo.

–Yo te voy a ayudar. Ya verás. Cuando les dije a todos que me venía, nuestro hermano menor me dijo: “vete, tú eres mi esperanza”.

–Sí, porque en Venezuela no hay esperanza chica, hay que salir a pescarla afuera. El régimen no quiere al pueblo, es la última frase de Gustavo.

La conversación la interrumpe Naycore, mira el reloj y sabe que llegó la hora de despedirse. Caminan hasta el parqueadero de donde sale el bus. Ya no recuerda cuántos abrazos de despedida ha dado desde que salió de Valencia. Primero a la familia, luego a los amigos hechos a lo largo del viaje y ahora, este cargado de incertidumbre y dolor en el que se funde con su hermano.

–Cuídate pues, le dice Naycore al oído.

–Ten cuidado, le responde Gustavo.

Él le acomoda el pesado morral negro y le entrega la maleta roja. La ve alejarse.

Novena estación: Tumbes, Perú

En el bus se respira un aire nervioso. El profesor de natación bromea. Un chico alto, de cabeza rapada luce ansioso. Se levanta varias veces durante el trayecto. Va al minúsculo baño del bus, solo para hombres, y se tarda. Se acomoda nuevamente en la silla y se pone unos audífonos. Le pregunta al videógrafo cuánto cuesta la cámara que lleva. Cierra los ojos para dormirse. No lo consigue.

Durante una hora el autobús se pasea entre montañas andinas cubiertas de niebla. El agua cae por las laderas. En las curvas cerradas se observan, al costado derecho, precipicio y al izquierdo, plantas enormes de hojas verdes y brillantes por el agua que las baña.

El hombre de cabeza rapada pregunta:

–¿Cuánto falta para llegar a Tumbes.

–Cuando el paisaje cambie de verde a café, le grita el ayudante del bus.

El videógrafo ató su mochila a la pierna derecha y cerró los ojos. El chico de cabeza rapada la pregunta cuánto cuesta la cámara que lleva.

El paisaje deja atrás el color a selva para comenzar a tornarse desértico. Ya no hay curvas, la carretera es una línea recta. “Parece la ruta 66”, dice Naycore y saca su celular para tomar otras fotos. Al fondo observa lo que parece un edificio azul. De repente los guardias asoman a los costados de la vía. “Bienvenidos a la frontera – Huaquillas, Ecuador, Tumbes, Perú”. El aviso recibe a los pasajeros.

Todos bajan, unos en dirección al baño, muy apurados. Otros a hacer la fila en la oficina conjunta de sellados de pasaporte de quienes salen de Ecuador y entran a Perú. El hombre de cabeza rapada va al baño. La fila para sellar no es larga, hay 27 personas delante de Naycore. El bus es requisado por unos policías descuidados que se prefieren conversar con el conductor.

Tres venezolanos entre los que está el hombre de cabeza rapada, hablan a un lado del bus:

–Tú fuiste al baño. Sí, pero no hice nada.

–Yo cagué un poquito, pero me dio susto.

–Yo me aguanto. Ya vamos a llegar.

El proceso de migración es rápido, todos vuelven a abordar el bus por una media hora más hasta llegar al terminal de Tumbes. El ayudante del bus baja todos los equipajes. El tipo de la cabeza rapada espera a que todos reclamen sus maletas. Pasado un tiempo le entrega un fajo de billetes verdes al ayudante, a cambio de un paquete.

La frontera en Tumbes, al noroeste de Perú, es tierra de nadie, relatan los cambistas que se amontonan en un pasaje central y guardan en sus bolsillos billetes de dólares y soles. “No aceptamos bolívares”, dice uno de ellos mientras le cambia a Naycore. La enfermera nunca había visto mototaxis y está sorprendida.

Ella está lista para comprar el tiquete a Lima en una empresa transportadora que no promete aire acondicionado ni wifi, ni conectores para recargar los celulares. El terminal es un parqueadero viejo y sucio en el que se escuchan cumbias. Tres mujeres de labios rojos y faldas ajustadas le sonríen al hombre de la cabeza rapada y a sus amigos que justo llegaron a comprar los tiquetes a Lima. Lucen más relajados y livianos que cuando venían en el bus. No abordaron, dijeron que el pasaje de 43 dólares que pedían por persona estaba muy caro. “Lo más duro ya pasó, ya casi coronamos”, dijo uno de ellos.

Naycore se agacha para ordenar una maleta que ya está ordenada. Saca su pasaporte. Lo vuelve a guardar. Frota sus manos. Agarra su gorro de lana de alpaca. Por fin se levanta para despedirse del videógrafo y la periodista. Le tiembla la barbilla. En el fondo, una bandera de Perú, ondea. Está a más de 2.900 kilómetros de su casa y la batalla para traer a su familia lejos del infierno en que está convertido su país apenas comienza. “Los sueños a veces duelen”, dice.

Los migrantes:

A Lima, Perú

Naycore Gallango; enfermera, 37 años. Jonathan Chourio, 21 años, sicopedagogo; José Villegas, 35 años, ingeniero mecánico; Édgar Rosales, 32 años, instructor de karate; Luis Guillermo Carrero, 21 años, bachiller; Yunaira Berríos, 19 años, estudiante de contabilidad; Jonathan Berríos, 20 años, estudiante de deportes; Alexis Vega, 33 años, bombero profesional, Alexis Caldete, 35 años, mecánico, Miguel Garai, 51 años, chofer; Francisco Pérez, 18 años, bachiller; Nelson Padrón, 28 años, técnico en refrigeración; Marcos Romero, 58 años, conductor; Javier Romero, 23 años, estudiante de ingeniería; Víctor Prada, 22 años, ingeniero mecánico; Diego Fernández, 30 años, licenciado en educación; José Luis Illeascas, 54 años, vendedor de gas; María Aguayo, 16 años, estudiante; Carlos Aguayo, 14 años, estudiante; Daniela Hernández, 23 años, tatuadora.

A Quito y Guayaquil, Ecuador

Marelbi Graterol, 26 años, ingeniera informática; Leonardo Pineda, 25 años, ingeniero mecánico; Luis Valero, 33 años, policía; Roberto González, 36 años, comerciante; Yunaira Martínez, 34 años, operadora de despacho en PDVSA; Antoni Godoy, 20 años, licenciado en idiomas; Rebeca Brizuela, 40 años, costurera y su hija Daire Mesa, de 9 años.

A Buenos Aires, Argentina

Luis Carrero, 21 años, estudiante de ingeniería; Gleiber Salcedo, 29 años, dueño de un bar; José Araque, 21 años, estudiante de ingeniería y chef; van a Buenos Aires.

A Santiago, Chile

María Mella, 38 años, ingeniera de procesos y Ruth Rondón, 29 años, cocinera.

Este artículo forma parte de una serie de reportajes que bajo el nombre #VenezuelaAlafuga realizaron @Efectococuyo y @ELTIEMPO en alianza con @cdr_ @ipys y @ojo_publico

http://efectococuyo.com/efecto-cocuyo/2-900-kilometros-con-naycore-y-otras-34-vidas-rotas