Septiembre 01, 2017.- “Es imposible volver a Venezuela, fue muy triste dejar a mis cuatro hijos y a mis hermanos. Me vine porque quiero salir adelante; aquí como y me gano 30 mil pesos por día trabajado”, expresó Kelly Alazar, una venezolana de 48 años de edad, proveniente de Valencia (Carabobo), de donde huyó hace nueve meses junto a su pareja por causa de la crisis económica que se vive en su terruño.

Kelly renunció a su trabajo como instructora de panadería, en vista que su sueldo mensual no le alcanzaba para mantener a sus hijos. Preocupada por salir adelante, de manera improvisada emigró a Colombia, con el propósito de trabajar, ganar pesos y enviarle dinero a sus parientes.

El sueldo mínimo en el vecino país está fijado desde el 30 de diciembre de 2016 en 737.717 pesos, los cuales equivalen -al cambio que se maneja para este 30 de agosto en las casas de cambio en la frontera colombiana- a 3.688.585 bolívares.

“Por los doce años que trabajé en la panadería, me dieron 360 mil bolívares. Les dejé 60 mil bolívares para la comida a mis hijos. Cuando llegamos acá, al cambio esos 300 mil bolívares se convirtieron en nada -el equivalente a 63.000 pesos para diciembre del año pasado-. Ese mismo día me puse a vender chocolate, galletas y café”, relató la emigrante que evidenció como la liquidación tras más de una década de servicio en Venezuela es casi igual a lo que gana actualmente solo en dos días de trabajo en el departamento Norte de Santander.

Fue así como la pareja -en estatus de indocumentada– alquiló una habitación en 5.000 pesos (25 mil bolívares para esta fecha), para sobrevivir en la población fronteriza, donde abunda el comercio informal y también el desempleo. Junto su esposo, Kelly ya no paga alquiler gracias a la ayuda de un párroco local quien les brindó alojamiento, suerte con la que no han contado otros venezolanos que duermen sobre cartones en las calles de la calurosa población fronteriza.

Kelly ofrecía su testimonio mientras cocinaba 150 kilos de arroz en la Casa de Paso Divina Providencia, situada en el Corregimiento La Parada, a un kilómetro y medio del Puente Internacional Simón Bolívar, donde presta  colaboración durante su tiempo libre.

Ahora, tras ayudar en la casa de paso, va a trabajar en una venta de arepas donde le pagan 30 mil pesos (Bs. 150.000 con el cambio a 0.20 bolívares por peso) por día, de manera logra enviar a sus hijos parte de sus ingresos, “a pesar de que en Venezuela ni teniendo el dinero se consigue la comida”.

El valor del bolívar cada día se precipita. La tasa a 0.20 se ha mantenido a lo largo de esta semana, con apenas una mínima variación, lo que significa una ventaja para los venezolanos que laboran en Colombia, ya que al convertir sus ganancias en bolívares, se traduce en más dinero que pueden enviar a sus familiares en Venezuela.

Sin embargo, a la vez esta misma tasa resulta perjudicial para los que sí residen en Venezuela y acuden a comprar artículos de la cesta básica en la frontera del país hermano, porque aunque lleven la misma cantidad de bolívares casi siempre, cada día les alcanza para adquirir menos productos.

Por ahora, Kelly es quien percibe ingresos por un empleo fijo, mientras que su compañero sentimental, quien se desempeñaba como técnico radiólogo en Valencia, no ha tenido con la fortuna de encontrar un trabajo que le genere salario constante.

La rutina para esta pareja comiza a las 5:00 de la mañana, cuando comienzan a prestar ayuda humanitaria, donde ayudan a proveer de alimento a 2 mil venezolanos diariamente.

Thais Martínez, peluquera de 40 años, a pocas horas de haber llegado con sus maletas también de la capital carabobeña, acudió a desayunar y almorzar en la Casa de Paso Divina Providencia. Cuenta que emigró con la intención de encontrar empleo para ayudar a sus hijos que requieren un tratamiento costoso, ya que padecen de tubulopatía -enfermedad renal- y alto nivel de plomo en la sangre.

“Mis hijos se quedaron con su papá. Se siente horrible dejarlos… como un vacío, imposible de explicar. Me vine sin nada, estoy a la Gloria de Dios”, expresó luego de almorzar en el comedor popular.

Jesús Suárez Moreno, párroco de San Pedro Apóstol en La Parada, dedica buena parte de su tiempo y esfuerzo para servir alrededor de 4 mil comidas al día, distribuidas entre 2 mil desayunos, consistentes en un café con leche y una ración de pan; y de 2.000 a 2.200 almuerzos diarios, un poco más completos que los desayunos. Estos platos se entregan gracias a la contribución de los diversos gremios que hacen vida en Cúcuta.

Unas 30 personas, entre venezolanos y colombianos de diversas fundaciones católicas, se reúnen diariamente en el patio de una antigua casa, donde instalaron carpas, mesas y sillas, para hacer su labor humanitaria. En este mismo espacio comen más de 150 personas.

Niños, mujeres y hombres acuden en la mañana al hogar donde se inscriben para recibir el almuerzo y reciben un ticket; posteriormente, a las 12:00 del mediodía (hora colombiana), ingresan de manera organizada al gran comedor popular. Allí, para evitar que muchos intenten repetir el almuerzo son marcados con tinta en una de sus manos al entrar a las instalaciones.

En la cola de espera para comer, un adolescente de 17 años, acompañado por tres de sus hermanos, dos de los cuales también son menores de edad -13 y 14 años-, narró que su grupo familiar viajó de Naguanagua (Carabobo), porque no encontraban una forma de sustento y desde hace dos meses están sobreviviendo en La Parada vendiendo cloro.

“Estoy residenciado aquí, vendo cloro para pagar el arriendo. Lo compro en San Antonio (población fronteriza de Táchira) y lo vendo aquí. Todos vendemos para sobrevivir porque en Venezuela aguantábamos hambre. Mi mamá no puede trabajar porque tiene la pierna partida en tres partes. Nosotros venimos a comer aquí todos los días. Estamos comenzando de cero”, explicó el adolescente.

Otro de los sacerdotes que lleva adelante el proyecto humanitario, José David Cañas Pérez, miembro de la Diócesis de Cúcuta, recalcó que la idea es vivir la caridad de una manera activa. “A través de esta casa, Dios ha ido bendiciendo. Diariamente cocinamos 150 kilos de arroz, granos, carnes, gracias a la contribución de corazón y de las fuerzas vivas de la Iglesia (Católica)”, indicó.

“Son 2 mil almuerzos de lo que Dios provee. No son almuerzos de lujo pero sí de sopa con arroz; a veces algo de papa y de carne. Dios ha tocado el corazón de muchas personas para continuar con esta ayuda. Son historias de opresión y dificultad, de personas que vienen huyendo de Venezuela por el régimen y por todas las dificultades”, expresó el presbítero.

En las filas y comedores de la casa de paso Divina Providencia se escuchan las voces de cada uno de los venezolanos agradecidos por el plato de comida que les sustenta durante el día, mientras continúa llegando la ayuda de proveniente de muchos colombianos para esta labor humanitaria, en la que los sacerdotes y colaboradores parroquiales insisten en que seguirán contribuyendo hasta que la voluntad de Dios lo permita.

El drama de los venezolanos que emigran a Colombia no acaba al pasar la frontera