Mariscal de Campo Wilhelm Keitel (En la segunda fila, el cuarto desde la izq.) se dirige al general Alfred Jodl, en los juicios en Palacio de Justicia de Nuremberg, en noviembre de 1945. De izq. a der. los acusados Hermann Goering, Rudolf Hess, Joachim von Ribbentrop, Keitel, Alfred Rosenberg, Hans Frank y Wilhelm Frick. En la fila trasera, de izq. a der.: Karl Doenitz, Erich Raeder, Baldur von Schirach y Fritz Sauckel. ASSOCIATED PRESS ASSOCIATED PRESS
Mariscal de Campo Wilhelm Keitel (En la segunda fila, el cuarto desde la izq.) se dirige al general Alfred Jodl, en los juicios en Palacio de Justicia de Nuremberg, en noviembre de 1945. De izq. a der. los acusados Hermann Goering, Rudolf Hess, Joachim von Ribbentrop, Keitel, Alfred Rosenberg, Hans Frank y Wilhelm Frick. En la fila trasera, de izq. a der.: Karl Doenitz, Erich Raeder, Baldur von Schirach y Fritz Sauckel. ASSOCIATED PRESS ASSOCIATED PRESS
Mariscal de Campo Wilhelm Keitel (En la segunda fila, el cuarto desde la izq.) se dirige al general Alfred Jodl, en los juicios en Palacio de Justicia de Nuremberg, en noviembre de 1945. De izq. a der. los acusados Hermann Goering, Rudolf Hess, Joachim von Ribbentrop, Keitel, Alfred Rosenberg, Hans Frank y Wilhelm Frick. En la fila trasera, de izq. a der.: Karl Doenitz, Erich Raeder, Baldur von Schirach y Fritz Sauckel. ASSOCIATED PRESS ASSOCIATED PRESS

Noviembre 21, 2015.-Un Tribunal Militar Internacional juzgó a 21 criminales nazis en la ciudad alemana.

Las pruebas incluyeron lámparas fabricadas con piel humana y una cabeza de prisionero reducida. Los juicios sirvieron para demostrar que esos hechos no deberían repetirse

El 20 de noviembre de 1945, hace ya 70 años, en la sala 600 del Palacio de Justicia de Nuremberg, comenzó el juicio contra los principales líderes de la Alemania nazi. La guerra recién había terminado y la ciudad, por los bombardeos aliados de los últimos meses, estaba en ruinas.

En las fotos de la época es posible apreciar la magnitud de la destrucción: las iglesias de San Sebaldo y San Lorenzo habían sido reducidas a escombros y los restos de las milenarias torres Laufer y Neutor se confundían con las de sus murallas medievales. En las márgenes del río Pegnitz, junto a los desperdicios que las aguas habían arrastrado desde las afueras, los cascos calcinados de las embarcaciones parecían esqueletos prehistóricos semienterrados en el fango.

Entre los puentes del centro de la ciudad vieja, un manto gris y ominoso se extendía en la bruma del amanecer. Aquella fría mañana de noviembre de 1945, Nuremberg no era más que un desolado paisaje de edificios derruidos bajo los cuales yacían miles de cadáveres insepultos: un dramático y visual testimonio de los horrores de la guerra.

¿Por qué, entonces, el Cuartel General Supremo de las Fuerzas Expedicionarias Aliadas la había escogido como sede del Tribunal Militar Internacional que juzgaría a los criminales de guerra nazis? La razón, según puede leerse en la página web del Museo Estadounidense Conmemorativo del Holocausto, era que Nuremberg, a pesar de que estaba casi destruida, contaba con el antiguo Palacio de Justicia, una instalación que había quedado relativamente intacta y era lo suficientemente grande para la celebración, no sólo del primer juicio, sino también de todos los que le seguirían.

Después de recorrer aquel amplio edificio, que contaba con 20 salas de tribunales y una prisión adyacente con capacidad para 1,200 prisioneros, los delegados de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y la Unión Soviética, estuvieron de acuerdo en recomendar a sus respectivos gobiernos que Nuremberg era el lugar indicado. Así, en cuanto la decisión fue tomada, antes de que incluso comenzase la reconstrucción de la ciudad, comenzó la del Palacio de Justicia. Lo primero que hicieron, siempre de acuerdo con los documentos del Museo del Holocausto, fue “ampliar la sala del tribunal principal, cuyo tamaño se duplicó a fin de satisfacer las necesidades del juicio”. Debió construirse, además, una tribuna para los visitantes y otra para los periodistas. A su vez, era necesario instalar equipos para un sistema de traducción simultánea, ya que los estatutos del Tribunal Militar Internacional establecían que los acusados tenían derecho a un juicio justo y que todos los procedimientos debían traducirse a idiomas que los acusados entendieran.

Mientras los arquitectos supervisaban las labores de reconstrucción y los técnicos de IBM instalaban los equipos de traducción, el juez norteamericano Robert H. Jackson, quien había sido nombrado como fiscal jefe de la Corte, preparaba las bases de un proceso judicial para el cual no existían precedentes ni leyes internacionales que pudieran utilizarse para presentar los cargos. Los retos legales eran enormes; por ejemplo: ni siquiera se sabía si el juicio sería regido por las leyes anglosajonas o la Ley Civil de Europa; o si los soviéticos aceptarían utilizar en corte el cross-examination, un procedimiento norteamericano que ellos no conocían. Otro problema era que Jackson insistía en que la acusación principal debía ser la de “conspiración”, cuando ese delito no existía en el sistema legal europeo ni era reconocido como un elemento válido de la ley internacional.

Sin embargo, según Norbert Ehrenfreund, que cubrió los juicios como reportero y es autor de El legado de Nuremberg, el juez Jackson “insistió en que la acusación debía incluir como primer cargo el delito de conspiración para desatar guerras de agresión”. Su razonamiento se basaba en la propia ilegalidad de esas guerras, ya que “violaban tratados internacionales, tales como el Pacto Kellogg-Briand de 1928 en el cual 73 naciones, entre ellas Alemania, condenaban la guerra como un instrumento de política exterior”. La tipificación de estos delitos serviría más tarde para que las Naciones Unidas crearan un Tribunal Penal Internacional.

Se dividen los cargos

Al fin, después de incontables contratiempos, el primer Tribunal Militar Internacional de la historia quedaba constituido y sus Estatutos redactados. Para cuando el juicio comenzó, los cargos por los que el juez Jackson tanto luchó, fueron leídos: conspiración, crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Para facilitar el trabajo, los países acusadores decidieron dividirse los cargos: los norteamericanos se encargarían de la conspiración; los británicos de las invasiones; y a los franceses y soviéticos se les asignaría, de manera compartida, los crímenes de guerra y los crímenes contra la

humanidad.

El 20 de noviembre de 1945, todo estaba listo en la Sala 600 del Palacio de Justicia de Nuremberg. El juicio del siglo estaba por comenzar. Ehrenfreund, quien en aquella época era corresponsal para el periódico The Stars and Stripes, recuerda ese día de esta manera: “En la parte derecha de la sala había un estrado, alto y largo, donde ocho jueces, dos por cada una de las cuatro potencias, estaban sentados de frente a los acusados. Seis de los jueces vestían togas negras; los dos jueces rusos llevaban uniformes militares”. “En la parte izquierda”, sigue recordando Ehrenfreund, “en un estrado de dos hileras, se sentaban los 21 acusados”.

Estos eran: Hans Frank, Gobernador General de la Polonia ocupada; Wilhelm Frick, Ministro del Interior; Hermann Göring, Comandante de la Fuerza Aérea; Alfred Jodl, Jefe de Operaciones del Ejército; Ernst Kaltembrunner, Jefe de las SS; Wilhelm Keitel, Comandante del Alto Mando de las Fuerzas Armadas; Joachim von Ribbentrop, Ministro de Relaciones Exteriores; Alfred Rosenberg, Ministro de los territorios Ocupados; Fritz Sauckel, Director del Programa de Trabajo Esclavo; Arthur Seyss-Inquart, Gobernador de los Países Bajos Ocupados; Julius Streicher, Jefe del periódico antisemita Der Sturner; Walter Funk, Ministro de Economía; Rudolf Hess, Ayudante de Hitler; Erich Raeder, Comandante en Jefe de la Marina; Albert Speer, Ministro de Armamentos; Baldur von Schirach, Líder de las Juventudes Hitlerianas; Konstantin von Neurath, Protector de Bohemia y Moravia; Karl Dönitz, Sucesor Designado de Hitler; Hans Fritzche, Ayudante de Joseph Goebbels en el Ministerio de Propaganda; Franz von Papen, Ministro y Vicecanciller; y Hjalmar Schacht, Ex Presidente del Banco Alemán.

La sesión comenzó con los argumentos iniciales del fiscal principal, Robert H. Jackson, quien bosquejó las generalidades del caso, explicó las razones en las cuales se basaban las acusaciones y señaló sus principales evidencias. Sus palabras fueron contundentes y poderosas y, a la misma vez, conmovedoras. El diario The Philadelphia Inquirer, las calificó como “uno de los mejores argumentos iniciales presentados nunca ante una corte”. Sus primeras palabras fueron: “El privilegio de abrir el primer juicio de la historia por crímenes contra la paz del mundo conlleva una enorme responsabilidad. Las atrocidades que queremos condenar y castigar han sido tan calculadas, tan malignas y tan devastadoras, que la civilización no puede tolerar que sean ignoradas porque, si se repitiesen, esa misma civilización no sobreviviría”.

La piel humana como evidencia

Durante los meses de noviembre y diciembre se presentaron en corte numerosas evidencias fílmicas de las atrocidades cometidas en los campos de concentración. Los acusados, en su mayoría, negaban haber tenido conocimiento de esos crímenes y argumentaban, en su defensa, que ellos solo obedecían órdenes. El 13 de diciembre, en la sesión matutina, los fiscales estadounidenses presentaron en corte pedazos de piel humana con significativos tatuajes que, según los testimonios de algunos prisioneros, eran usados en la fabricación de pantallas para lámparas; también mostraron al tribunal la cabeza reducida de un prisionero polaco ejecutado y que Karl Koch, comandante del campo de Buchenwald, usaba como pisapapeles en su oficina. Cuando el fiscal auxiliar Thomas J. Dodd (padre del ex senador demócrata Christopher Dood) alzó el macabro objeto para que el tribunal pudiese verlo, un murmullo de horror se escuchó en la sala.

Las sesiones continuaron: nuevas y dramáticas evidencias eran presentadas, testigos presenciales de los crímenes cometidos eran llamados al estrado para prestar declaración y los acusados eran interrogados, tanto por los fiscales como por los abogados defensores. Fue un juicio largo, complejo y repleto de testimonios desgarradores. Casi un año más tarde, el 2 de septiembre de 1946, los jueces se retiraron a deliberar. Y lo hicieron a conciencia pues les tomó un mes alcanzar un consenso. Al fin, el 1ro de octubre, se anunciaron los veredictos: 11 de los 21 acusados fueron condenados a morir en la horca, siete recibieron sentencias de cárcel y tres fueron absueltos.En la madrugada del 16 de octubre, en dos cadalsos que fueron levantados en el gimnasio de la prisión, se llevaron a cabo las ejecuciones. De los 11 condenados a muerte, solo 10 fueron colgados. Hermann Göring masticó una pastilla de cianuro y se suicidó horas antes de su ejecución. El primero de los condenados en morir fue Ribbentrop; le siguieron Keitel, Kaltembrunner, Rosemberg, Frank, Frik y Streicher, quien mientras el verdugo le colocaba la soga al cuello gritó: ¡Heil Hitler! El último en enfrentar su condena fue Seyss-Inquart. Con su muerte, se daba por concluido el primer juicio: el de los principales responsables de la barbarie nazi. Al fin, después de tanto tiempo, se había hecho justicia.

11 de los 21 acusados fueron condenados a morir en la horca

Los juicios de Nuremberg sirvieron no sólo para que el mundo conociera la naturaleza perversa del nazismo y la magnitud de sus crímenes, sino también para que los hombres y las naciones comprendiesen que esos hechos no podrían repetirse: Never again. Los juicios de Nuremberg, además, propiciaron el nacimiento de un nuevo concepto legal: la jurisdicción universal. Y es que hay crímenes tan graves que quienes los cometen, no importa donde hayan sido perpetrados, pueden – y deben- ser juzgados por cualquier país y castigados en nombre de todas las naciones.

Sin embargo, las lecciones de Nuremberg no fueron aprendidas. Setenta años después el mundo vuelve a ser testigo de nuevas atrocidades. Crímenes de guerra, contra la paz y contra la humanidad, se están volviendo a cometer. Ayer, en Buchenwald, las cabezas de los prisioneros ejecutados eran reducidas para que sirvieran de pisa papeles. Hoy, en las polvorientas calles de las ciudades ocupadas por ISIS, las decapitadas cabezas de los rehenes sirven para jugar futbol. El horror, en todas sus dimensiones, se repite. ¿Dónde se constituirá el próximo Tribunal Militar Internacional? ¿Qué cantidad de juicios, como los de Nuremberg, serán necesarios? ¿Cuantos criminales serán ahorcados? ¿Será realidad, algún día, la frase Never again?